viernes, 28 de agosto de 2020

La canción del viernes

Hace mucho que no escribo y es que no estoy inspirada. He recordado que, durante una época, tuve a costumbre de celebrar el viernes poniendo una canción. Hoy no vais a conocer ningún secreto de Carmina, pero al menos conoceréis, o volveréis a recordar los gustos musicales de Carmina. Prometo mucha variedad. Y escuchar buena música siempre es agradable, aunque no dé para cotillear mucho. Con mis besos,  pinchad en la flechita de reproducir, abrid a pantalla completa y subid el volumen. ¡Arriba el telón!


Aquí la letra. Animáos a hacer un play back:

PIENSA EN MI

Si tienes un hondo penar
piensa en mí;
si tienes ganas de llorar
piensa en mí.

Ya ves que venero
tu imagen divina,
tu párvula boca
que siendo tan niña,
me enseñó a besar.

Piensa en mí
cuando beses, cuando sufras
cuando llores
también piensa en mí.

Cuando quieras
quitarme la vida,
no la quiero para nada,
para nada me sirve sin ti.

Canción de 1,935,  compuesta por Agustín Lara.

lunes, 17 de agosto de 2020

Buenas tardes, Mona


Empezaré explicando, para los que no se dediquen a lo mío, que además de las clases, los claustros, las reuniones de Departamento y otras, las tutorías, las entrevistas con padres y las horas de guardia para sustituir a los compañeros enfermos, en nuestro horario se incluyen también “guardias de recreo”, es decir, pasearnos por el patio intentando que éste se parezca lo menos posible a un patio de instituto: niños jugando al futbol a lo bestia, parejitas morreándose detrás del gimnasio, chavales inconscientes poniendo en peligro su integridad física haciendo toda clase de actividades peligrosas, etc., y todo ello esquivando balonazos y choques con niños que corren marcha atrás, sin retrovisores ni intermitentes.

Continuaré diciendo que mi centro no es un colegio de primaria, sino un instituto de secundaria. De ello resulta que no hay nadie jugando “al corro de la patata” o “al pañuelito”. Es decir, que todos y cada uno de los alumnos, ya mayorcitos, están dedicándose a todo eso que debes evitar: colgándose de los pies de una portería de futbol, con la cabeza a dos dedos del duro cemento, saltando la valla que da a la calle para recuperar una pelota o dedicándose a las peleas en grupo (no pasa nada, profe, es en broma, si son mis amigos).

Es fácil deducir que todo esto es para nada, pues tres profesores no pueden vigilar a más de doscientos niños al mismo tiempo, que además están separados por dos edificios que te impiden verlos a todos a la vez. Ni aunque nos pusieran una torreta y unos prismáticos como los vigilantes de la playa, podríamos controlarlos a todos.

Una vez que haya ocurrido el accidente o incidente, tampoco puedes hacer nada. Aunque la ley te obliga a tener unos botiquines bien surtidos, no puedes darle a un niño al que le duele la cabeza ni una aspirina infantil, ni siquiera con autorización paterna. Y mucho menos curar heridas, coger puntos o poner una venda. Debes llamar a casa de la criatura para que pasen a recogerla, o llevarla al hospital más próximo, dependiendo de la gravedad del asunto. Pero sin intervenir de otra manera, no sea que los padres pongan un pleito al instituto. En cambio, en la mayoría de los colegios, había una enfermería donde se pasaban la mañana reparando toda una serie de pequeños desperfectos, y acto seguido te mandaban para clase como si nada hubiera pasado. Y los padres, agradecidísimos.

En fin, que pasa lo que tiene que pasar, que es lo que ha pasado siempre. Nunca falta un alumno con muletas por una mala caída jugando al fútbol o una “amable” patada de su amigo del alma. Pero a diferencia de otras épocas, ahora estamos siempre con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, temiendo que cualquier padre te monte un pollo, tanto por no proteger a su niño como por protegerlo demasiado (intromisión en su vida privada). No vale de nada decir que si le has repetido a los niños doscientas veces las cosas que están prohibidas, y el niño las hace de todas formas, algo de responsabilidad debe caerle al angelito.

Por otra parte está lo que también ha ocurrido siempre: que al gordo le llaman gordo; a la que tiene gafas, cuatroojos; al que es bajito para su edad, enano y todo ese repertorio de lindezas y motes que se usan desde los tiempos de los egipcios. Por supuesto, se supone que debemos tener un detector de mentes para saber inmediatamente si a un niño le han dicho algo desagradable cuando no había ningún profesor delante. Y por supuesto, suele servir por parte de los padres como excusa perfecta para todos esos alumnos que no dan un palo al agua, no estudian, no traen el material a clase, dejan los exámenes en blanco y se pasan las horas molestando o, simplemente, durmiendo.

A pesar de toda la cháchara pseudopedagógica con que nos tratan de aturdir, sabemos que pasa lo de toda la vida, que los alumnos buscan siempre la manera de hacer lo menos posible, que son crueles entre ellos, que son egoístas, que estudiar les aburre (porque la verdad es que estudiar, así en general, es un coñazo cuando tienes quince años). Por parte de ellos nada ha cambiado. Y para muestra, un botón.

Década de los 40, en un colegio marianista. Hay un profesor que, como todos, tiene su mote. Éste parece un gran simio, y tiene unas manazas como palas de remo. Le llaman “el Mona”, por supuesto a escondidas. Mi padre llega una tarde un poco tarde a clase y supongo que de los mismos nervios, sabiendo la reprimenda que le espera, se le va la pinza y espeta un alto y claro “Buenas tardes, Mona. Me cago en tu padre”. El Mona se pone tan furioso que parece que le va a dar un ataque y, cogiendo impulso, lanza una de aquellas manazas para darle un guantazo a mi padre, directamente, pedagogía de la buena. Mi padre se agacha a tiempo y la mano del Mona le pasa a dos palmos sobre la cabeza. Después, visita al despacho del director, por supuesto, y castigo. Su suerte fue que en ese momento mi abuelo estaba destinado en Ceuta y mi abuela estaba acompañándole. Los niños están a cargo de “tata Moma”, la niñera que ha cuidado de los doce hermanos y que se quedó en la casa para siempre. Eso lo libró de que mi abuelo triplicara el fallido intento del Mona, pero sin fallar.

Cualquiera que hubiera conocido después a mi padre encontraría difícil creerse esta historia, porque era la persona más correcta y educada que se pueda imaginar. Pero los nervios lo traicionaron en aquel momento de esa manera.

Por eso, porque sé por sus relatos lo que era un patio de colegio en los años cuarenta y luego, por experiencia propia, en los sesenta y los setenta, no voy a echarle la culpa de nada a los niños. Por ahí no ha cambiado casi nada. El cambio está en los gili-padres, en los gili-políticos y en las gili-leyes.

Por cierto, mi padre, con su hazaña, se convertiría en el héroe de la clase durante una temporada, hasta que otro la hiciera más gorda aún.