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jueves, 14 de octubre de 2021

Un programa de televisión para el recuerdo

 


Hace ya casi dos años escribí sobre mi primer programa de televisión. Hoy escribo sobre el rato de televisión más memorable que recuerdo. Era un domingo por la mañana. A esa hora no se veía televisión en mi casa normalmente. Ni teníamos televisión por cable. Podías escoger entre la primera o la segunda cadena, eso era todo. Yo era entonces una niña, eso seguro. Si puse la televisión probablemente fue porque ya tenía la tarea hecha y no tenía nada para leer que eran por entonces mis primeras opciones. Puse la segunda cadena y quedé atrapada por una música. Por entonces ponían en ese canal un programa dedicado al baile, cuyo nombre no recuerdo, en todos sus tipos (clásico, flamenco, regional....). A mi me gustaba el baile, iba a clases de baile y me quedé viendo el programa.

Para que conste, aquí va una foto de la primera vez que bailé en público, en el teatro de verano que había en el Parque Genovés. Bailé un baile popular tirolés aprendido en un grupo en el que estaban algunas de mis amigas y compañeras del colegio. 

Pero lo que vi en televisión estaba en el otro extremo de la escala: una representación en diferido del ballet Romeo y Julieta de Prokofiev en el Covent Garden de Londres, con Rudolf Nureiev y Margot Fonteyn en los papeles principales con el Royal Ballet.

Rudolf Nureiev y Margot Fonteyn han sido probablemente la mejor pareja de ballet de la historia. Él era un veinteañero que acababa de desertar en París y ella tenía 43 años (y representaba un personaje que se supone que tiene 15 años) y todo su entorno le decía que debía ir pensando en retirarse, pero después de aquella actuación sus perspectivas cambiaron y siguió bailando unos años más (increíblemente se retiró con más de 50 años, manteniendo el nivel que la hizo famosa), formando pareja con él siempre que los productores conseguían juntarlos, dando lugar a momentos dignos de un record Guinness. En una ocasión, en Viena, tuvieron que salir a saludar ¡89 veces! Pero dejemos a Margot, que aunque era famosísima, por algo sería, está claro, pero a mi no me transmitía. A mi quien me dejó K. O. fue Rudolf Nureiev. Primero su rostro: aquellos ojos, esas cejas, aquellos pómulos. Había algo animal en él, como de una pantera. Y ese cuerpo, con el que hacía cosas imposibles. A partir de entonces vi cada documental, película, actuación y entrevista a los que tuve acceso. Y me fui enterando de los detalles de su vida. Era tártaro. Normal, para tener esos rasgos increíbles había que ser tártaro, como poco. Transmitieron el ballet completo. La producción fue maravillosa el vestuario era espectacular y la coreografía, inolvidable. Recuerdo aquel programa como lo más hermoso que he visto en televisión. Desde entonces, cada vez que he ido a Londres (y he ido seis veces), he buscado en tiendas especializadas en música una grabación de aquella representación. Y nada. Me parece imposible que no exista a la venta.

He sabido que próximamente habrá de nuevo en televisión española un programa dedicado al baile. Lo espero con impaciencia.

miércoles, 1 de enero de 2020

Mi padre y el moroso


 En un día como hoy, media España está durmiendo, y los que no han tenido más c******ones que levantarse de la cama, andan por ahí como zombies. En un día como hoy, mi padre se levantaba a lo hora de costumbre, se vestía como siempre hizo para ir a trabajar, siempre con traje, y se acercaba al garaje donde tenía alquilada una plaza para aparcar el coche, para pagar la mensualidad de enero. Por supuesto era el primero y, probablemente el único en hacerlo, él lo sabía. Sabía que el dueño del garaje no esperaba que nadie más lo hiciera eses día, aunque fueran allí a sacar el coche, y mucho menos aún  ir expresamente sólo a pagar. El garaje, no sé por qué, era lo primero, y después el recibo del casino y el de la cofradía de la que era hermano. 

El caso es que, cuando se sentaba a almorzar, ya había pagado todos sus recibos mensuales, los que dependían de él y no de la domiciliación bancaria. Mi padre era una rara avis  en España, donde lo que abunda es el moroso. El moroso es más típico de España que la flamenca y el torero. El moroso tiene su personaje de tebeo, el que vive en el ático de 13, rue del Percebe y también su película: ¡No firmes más letras, cielo!, del año 1972, dirigida por Pedro Lazaga y protagonizada por Alfredo Landa. El moroso  es un personaje nacional, uniformemente distribuido por toda la geografía nacional. El moroso habla castellano neutro, no tiene acento, no está asociado a ninguna región, queda fuera de todos esos tópicos: el catalán rácano, el baturro, cabezón, el sevillano grasioso, el moroso es de todas partes y de ninguna en especial. El moroso es español, a secas.

El moroso se endeuda por cualquier motivo. El moroso no entiende lo que significa vivir con lo que se tiene. Mi abuela materna tenía para eso una frase hecha  muy gráfica: no estirar el brazo más que la manga. El moroso estira, estira y estira como si tuviera un brazo de plastilina. El moroso se endeuda para casarse, y para celebrar todo lo celebrable: desde el bautizo de sus hijos hasta cualquier cosa que se os ocurra. El moroso se morirá moroso, dejando a sus hijos un buen puñado de deudas. Sus hijos, que han visto a su padre esquivar a los cobradores toda la vida, hacen lo mismo, y las deudas pueden durar generaciones y generaciones. Y si no tiene nada que celebrar, se compra un coche nuevo o una segunda vivienda, da igual.

Yo, como, al contrario que los hijos del moroso, he visto otra cosa, he hecho siempre lo que vi hacer. Mi padre murió un 11 de octubre. Cuando llegó mayo, fui como siempre a la Delegación de Hacienda a hacer la declaración del IRPF. Cuando terminé le dije al funcionario que me atendía. Y ahora quiero hacer la de mi padre, que murió el pasado 11 de octubre. Llevaba preparado todo lo necesario, desde una fotocopia de DNI hasta un certficado de defunción, como comprobante de la fecha de la muerte, fecha en la que cesan las obligaciones fiscales. El chico se sorprendió mucho, supongo que nunca había ido nadie a hacer la declaración de la renta de un fallecido. Se levantó de la mesa y habló unos segundos con otro compañero, Supongo que para preguntarle el procedimiento. Volvió, rellenó los impresos, y le dicté el número de la cuenta bancaria donde debía cargar la cantidad que resultaba a pagar. en estos días en que un montón de gente dice sentirse muy triste por la visión de la silla vacía en la mesa. Yo no recuerdo a mi padre porque no pueda estar dándose atracones de comida en una cena, pero cada 1 de enero lo recuerdo sorprendiendo al vigilante del garaje por su formalidad a la hora de cumplir sus obligaciones. Y estoy segura de que así es como le gustaría que lo recordaran, y no comiendo un cochinillo a dos carrillos.

miércoles, 16 de octubre de 2019

242. Tópicos, viajes y mujeres guapas

 Empiezo por el tópico, aún a sabiendas de que lo es: dicen que a las mujeres les favorecen la luz de las velas. Estaréis de acuerdo conmigo en que, como toda generalización es falsa. Cuando yo era pequeña, pasábamos a menudo vacaciones en una dehesa que mi abuela tenía cerca de Algeciras. Allí no llegaba la electricidad. Por la noche nos alumbrábamos con velas o con unas lámparas que funcionaban con pequeñas bombonas de gas. Y puedo decir por experiencia que las mujeres no se veían favorecidas. Se veían ajadas, arrugadas, envejecidas ¿Cómo habían de verse si se pasaban el día limpiando la suciedad que dejaban chimeneas y cocinas de carbón, si tenían que lavar, invierno y verano, arrodilladas en un piedra mientras restregaban la ropa en el agua de un frío arroyo, si para que se pudiera beber agua tenían que ir hasta una fuente, cargando sobre la cadera una enorme y pesada tinaja de barro, si para comprar el pan alguien tenía que bajar hasta una venta que había en la carretera, más o menos 3 kilómetros ida y vuelta..... No, lo que favorece a las mujeres, o a los hombres, es la salud, la vida cómoda, la buena alimentación y el descanso.

Pero estoy de acuerdo en que algunas ciudades se ven más bonitas con una determinada luz. Tengo el recuerdo de dos ciudades a las que pienso que las favorece el nublado. En mi primer viaje al extranjero, con 15 años, recalé en Venecia un día de abril de 1974. Y el sol brillaba por su ausencia. Sin embargo, la ciudad estaba preciosa. O quizás me lo parecía a mi por estar descubriéndola en ese momento, estando predispuesta por ese motivo a verlo todo maravilloso, el optimismo de los 15 años y todo eso.


 Hacía bastante frío, recuerdo que nada más llegar me lavé el pelo y fue la ducha más heladora de mi vida. Pero yo tenía 15 años, como he dicho, y eso incluye la fantasía de que quizás te tropieces con un guapo italiano, y ese instante trascendental te tiene que pillar deslumbrante, con el pelo perfecto. Caminar por la calle era como hacerlo por cuevas bajo tierra, con los ecos de la sirena del vaporetto rebotando en las fachadas hasta desaparecer en la lejanía y el golpeteo del agua de los canales en los cantiles de piedra, junto con el zureo de palomas que no se veían, pero se intuían en la plaza de San Marcos. Todos esos sonidos amortiguados como cuando tienes los oídos taponados. Por ser la fecha que era no había hordas de turistas gritones y era como si le hubieran bajado el volumen drásticamente a toda la ciudad . Los pocos sonidos que he comentado no tenían fuerza para atravesar la muralla que era la neblina. Parecía que toda Venecia, con sus edificios y gentes al completo estuviera metida en un caja de gruesas paredes. A mí me pareció perfecto y creo que si vuelvo a Venecia y me encuentro con un fuerte sol y vivos colores me llevaré una desilusión y echaré de menos aquella Venecia de película de misterio.

Por si alguien piensa que idealicé los efectos de aquella atmósfera neblinosa debido a mi juventud y al hecho de se mi primer viaje fuera de España, tengo que decir que no lo creo.


 Porque muchos años después, con 45 años de edad y muchísimos viajes realizados por 4 continentes di con otra ciudad a la que le favorece el nublado, es decir, sin los condicionantes de la juventud y la novedad, y no se puede decir que en ese momento me impresionara por cualquier cosa, empecé por Edimburgo un recorrido por Escocia. Y volví a enamorarme de los cielos negros, de las piedras brillantes por la humedad y de las atmósferas cargadas de misterio y sonidos amortiguados.

lunes, 9 de septiembre de 2019

184. Personajes del año 2,010

Los periódicos, como siempre en estas fechas, están aburridísimos. Se rellenan con auténticas tonterías como “balance del 2010”, “lo mejor del 2010”, “las mejor vestidas del 2010” o “personajes del año”. Evidentemente, todas estas listas son absolutamente opinables, y por eso no me molesto en leerlas, ya que no es información y como opinión tiene el mismo valor que la mía. Por eso hago mi propia lista de personajes del año que, como se verá, no coincide en un sólo nombre con las que se repiten, como calcadas, en todos los periódicos (Penélope Cruz, Sara Carbonero, Iniesta…). Sólo me arrepiento de no haber estado mucho más atenta a los últimos rinconcillos de las páginas pares, ya que mis escasísimos personajes, que sólo merecieron una escuetísima mención en un solo día del año antes de ser relegados al olvido, podían haber sido docenas. (Aclaro que el orden no implica jerarquía alguna y que me circunscribo a personajes españoles)

Generosa Iturri lleva 53 años como misionera en Angola. Ha vivido la guerra colonial y después 35 años de guerra civil, manteniendo abierto el único puesto médico en 500 kilómetros, al borde de una carretera estratégica, en medio de un fuego cruzado. Además de a los bombardeos y los tiroteos, los ataques de guerrilleros o las minas antipersona, ha sobrevivido al peligro del contagio de la tuberculosis, las fiebres hemorrágicas y el sida. Con la única ayuda de una compañera médico, ha realizado operaciones quirúrgicas y amputaciones en quirófanos con techo de paja, ha recogido durante estos años a miles de huérfanos, enfermos, ancianos abandonados, o niñas a las que sus padres enviaban desde las aldeas para protegerlas de secuestros y violaciones. En plena guerra llegó a tener a su cargo a 900 enfermos de tuberculosis y terminada la misma se encontró con que todas las organizaciones humanitarias se marcharon. Aunque parezca increíble, siguió dando de comer a toda esa gente con un huerto y un molino que ella misma puso en marcha. Se encontró con más de 200 personas, destrozadas en todos los sentidos, que no tenían otro sítio donde ir. Consiguió levantar unos alojamientos permanentes para esas personas y poner en marcha un comedor para varios cientos más que vivían en los alrededores. No sé cuántos años tiene pero, teniendo en cuenta que lleva 53 en África y que antes de ir estuvo 3 años estudiando enfermería para ejercer allí, tiene más de 70, y no piensa en volver.

Maximino del Campo, de forma absolutamente desinteresada y anónima, poniendo en peligro su vida muchísimas veces, formó el primer servicio de rescate con embarcación en Cantabria, de carácter totalmente voluntario, pues todavía no existía un servicio profesional. Fue durante 12 años patrón de la Lima Sierra Alfa VI de Cruz Roja del Mar. Como patrón de esta embarcación, desde 1982 hasta 1994, participó en más de 290 intervenciones y salvó a más de un centenar de personas. Este año, por fin, a alguien se le encendió la bombillita y Protección Civil le concedió el máximo galardón que se otorga a las personas más altruístas: la medalla de oro de la institución.








Carlos Trujillo es un sargento primero del ejército, que pertenece al destacamento de once hombres de la isla de Alborán. En la noche del 12 de diciembre, con mucho frío y mala mar, se encontró con que una patera con 33 personas había encallado, de forma que la embarcación de Salvamento Marítimo no podía llegar a ellos. La mayoría eran mujeres y niños. Entre ellos había una mujer que había dado a luz un ratito antes.

Carlos Trujillo y sus compañeros no tenían medios para efectuar el rescate, ni entraba en sus obligaciones hacerlo, pero no pudo limitarse a mirar como aquella gente iba muriendo de frío. Se ató un cable a la cintura, pidió a sus compañeros que aguantaran bien fuerte y se lanzó al agua, donde estuvo más de dos horas rescatando uno a uno a los treinta y tres inmigrantes de la patera, empezando por el niño recién nacido. Los once militares acabaron con hipotermia y magullados, pero todo el mundo salvó la vida. Por supuesto, ni el Mundo, ni El País, ni La Vanguardia, ni Público, ni El Correo ni ninguno de los demás periódicos nacionales contaron la noticia. Sólo unas pocas líneas en el ABC me proporcionaron un chispazo de aquella historia. Y hasta hoy. La Noria no le ha pagado 120.000 euros, como al delincuente fugado Rodríguez Menéndez, y Gabilondo no lo mencionó en las noticias de CNN, por cuya desaparición se mesa ahora mismo los cabellos medio país, como si antes de esa desaparición estuviéramos bien informados.

Lamento no haber estado más pendiente de cosas como ésta. Y prometo que dentro de un año tendré una lista más nutrida de “personajes del año”. Si la prensa y la televisión no nos los ocultan, claro, que una no es clarividente.

sábado, 7 de septiembre de 2019

167. Vista aerea de los cimientos del zigutrat de Babilonia

Hace mucho tiempo que no escribo una entrada de esas de una foto de mis viajes acompañada de un texto cortito. Como ahora estoy, con mucha paciencia y a ratos perdidos, escaneando mi seis mil y pico de diapositivas, cuando vaya dando con las más espectaculares iré intercalando una entrada de ese tipo.
Estuve en Irak en la primavera del 89. El país estaba todavía en guerra con Irán pero, después de ocho años de guerra sin que se le viera a aquello un final claro o próximo, la ONU forzó un alto el fuego para que se sentaran a negociar la paz. Y aprovechando ese alto el fuego estuve en el país con mi grupo de colegas arqueólogos e historiadores. Evidentemente, no había ni un solo turista en el país. En el aeropuerto recuerdo haber estado haciendo cola para que miraran mi pasaporte justo al lado de un casco azul de la ONU, grande como un armario, con su correspondiente arma preparada en las manos. Si nosotros pudimos entrar en el país y movernos por todos sitios fue porque el jefe del grupo tenía muchos contactos a nivel mundial (era un catedrático de universidad muy prestigioso). La única restricción que tuvimos fue la de hacer fotos en las cercanías de instalaciones militares. Por eso no pudimos subir al zigurat de Ur, porque desde arriba se divisaba bastante bien una base aérea cercana. Sin embargo, por otros lugares nos movimos a nuestras anchas.

Tan a nuestras anchas que se dio el caso que estando allí hubo elecciones generales en el país. Se acreditaron periodistas de todo el mundo, pero cuando llegaron al aeropuerto de Bagdad los llevaron al hotel Sheraton y no los dejaron ni asomar la nariz a la calle. Mientras tanto, nosotros disfrutamos de un día libre por Bagdad, y cada persona del grupo fue donde quiso. A la vuelta, en el avión, algunos periodistas españoles escribieron su crónica a base de lo que les contamos que habíamos visto por la calle, e incluso les pasamos fotografías. Ese fue el día en el que me puse un chador, me hice pasar por chiíta y me colé en la famosa mezquita Khadimiya, como ya conté en otro post.

n fin, el caso es que entre los sitios que visitamos estuvo Babilonia. De la famosa ciudad ya queda más bien poco. Entre lo que se llevaron los alemanes, las guerras, el abandono y que el adobe no es precisamente un material a prueba de todo, queda poco más que algunas murallas bien gruesas y los restos de las puertas, despojadas ya de todo su adorno. En las fotos siguientes se puede ver cómo lucen las puertas reconstruidas en Berlín, y lo que habían dejado en el lugar original tal como se encontraba en 1932. Y si yo vi lo que vi en 1989, no quiero ni pensar lo que puede quedar ahora.

La puerta de Ishtar
Dejando aparte las inmensas moles de murallas y puertas, poco quedaba en el interior. Paseamos largamente por las ruínas, pero si no hubiéramos llevado en nuestra mente las reconstrucciones que habíamos visto tantas veces en los libros, hubiera sido casi igual que pasear por un solar. 
LA puerta de ISHTAR
RECONSTRUIDA EN Belín





















Sin embargo, ¡cómo cambian las cosas al variar el punto de vista! Mientras que desde el suelo apenas unos montones de tierra alteraban la monotonía, desde el aire vimos claramente los cimientos de lo que había sido el zigurat principal de la ciudad, la famosa Torre de Babel. Entonces sí, te podías hacer una idea perfecta de su tamaño. Y resultaba mucho más fácil imaginar lo que fue aquella mole de edificio que llamaba la atención desde kilómetros de distancia, cubierto de ladrillos vidriados de distintos colores, brillando al sol.

Como en tantas otras cosas, el lugar desde donde se mira tiene mucha importancia.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

129. Nómina sorpresa

Hace como tres semanas recibí una carta de la Consejería de Educación. Se me comunicaba que habían detectado algunos errores en nóminas pasadas, de hace más de seis meses, por cierto (muy espabilado y muy dinámico el descubridor del error. Es como para estar tranquila sobre quien maneja tu sueldo). En resumen, que allá por no sé cuándo se me habían pagado casi 200 euros más por un concepto, y en el mismo mes se me habían pagado 95 euros menos por otro. Y para regularizar la situación, se llevaría a cabo el ajuste pertinente en la nómina de octubre. Bien, me resigno a que en octubre mi sueldo será de unos 100 euros menos.

Hace un rato consulto mi nominilla en Internet. Antes te la enviaban a casa pero ahora, para ahorrar papel y ser buenos y ecológicos, te la tienes que descargar en un documento pdf. O sea, que papel se gasta el mismo, pero en vez de gastarlo ellos lo gastas tú.

Cuando veo la cifra del líquido a cobrar abro y cierro los ojos varias veces seguidas, por si me estaban bailando los números. Esperaba cobrar 100 euros menos y resulta que este mes voy a cobrar 900 euros más. No es ningún error. Efectivamente, me han descontado los 100 euros, pero al mismo tiempo me han pagado unos 1000 euros de atrasos de los que no estaba avisada. No me asombro demasiado, porque con esta gente ya estoy curada de espanto (véase mi post Calvario burocrático).

Me pregunto: ¿Qué trabajo les costaba, al mismo tiempo que me avisaban de una cosa, avisarme también de la otra? ¿Qué placer perverso sacarán de tener a una persona dándole vueltas al tema de que al mes siguiente vas a tener 100 euros menos, cuando en realidad vas a tener 900 euros más? En mi caso no representaba un problema, pero en algunas familias, que van muy ajustadas con los gastos fijos mensuales, habrán estado tres semanas haciendo cálculos de por dónde podrían evitar gastar esos 100 euros. ¿Hay que ser un sádico para trabajar en el departamento de nóminas de la Delegación?

En fin, que al final ha sido una alegría inesperada. Tanto, que no he podido evitar encargar una tarta de chocolate y frambuesa para recogerla a la hora de la comida, cuando regrese a casa. Lo malo es que en otra ocasión lo mismo me toca el caso contrario.

lunes, 2 de septiembre de 2019

81. La verídica historia de Sindy y su "madre"

Ya han pasado los días más duros de esta locura que ha sido el fin de curso. A la carga de trabajo habitual en esta época se ha sumado el hecho de que, por circunstancias que no vienen al caso, mi instituto, que es pequeño y tiene sólo 22 profesores, se ha quedado de golpe y porrazo sin 13 de ellos, incluídos directora y jefe de estudios. Y además la administrativa de secretaría estaba de baja por un accidente de coche. La consecuencia es que los 9 desgraciados que quedábamos allí hemos tenido que hacer el trabajo de 23 personas. En estos días he atendido la ventanilla de las matriculaciones, he empaquetado libros en cajas, he estado haciendo el papel de tutor en seis evaluaciones en las que los tutores no estaban… Además de dar mis clases hasta el último momento, corregir exámenes, sacar medias (iba todo el día con una calculadora a cuestas y aprovechaba hasta el momento del desayuno, entre bocado y bocado) y poner notas. Algunos días pensaba que me iba a dar un inminente ataque de nervios. Porque las cosas tenían que estar hechas, aunque no hubiera nadie para hacerlas. Cosas de la Administración.
Al mismo tiempo he tenido exámenes en la Universidad, y aunque se han presentado menos alumnos que otras veces, se me han ido muchas horas por la noche corrigiendo exámenes.
Me quedan tres días de trabajo en el instituto, pero lo peor ha pasado y estoy más tranquila. A partir de ahora recupero otra vez el uso de casi todas mis tardes y mis noches, y podré de nuevo contestar a vuestros comentarios. Por eso hoy os voy a contar una historia divertida, acorde con mi actual estado de ánimo. Es algo rigurosamente verídico; ya sabéis que no tengo talento creativo, y menos para inventarme unos personajes como estos.


 Mi amigo D. es veterinario y trabaja en una clínica que está situada absolutamente pegada al peor barrio de El Puerto. Cuando se instalaron allí la zona no estaba tan deteriorada, pero en unos pocos años aquello ha experimentado un cambio tremendo, porque aprovecharon esa zona para realojar a los habitantes de una zona chabolista de Jerez. Y como tienen un local muy grande, no les viene bien, de momento, cambiarse a otra zona. Son varias callejuelas con varias manzanas de casas que forman el mercado de droga más surtido de toda la Bahía de Cádiz. Ya os podéis imaginar los personajes que pululan por esas calles. Constantemente hay ajustes de cuentas, navajazos y hasta tiroteos. Más de una vez les han traído a un herido a la clínica veterinaria para que lo atiendan. Ellos procuran llevarse bien con el vecindario y hasta ahora no han sufrido ninguna agresión ni problema grave, aunque sí momentos de bastante tensión.

El barrio está lleno de camellos de distinta categoría, pero sobre todos ellos reina una “capo” (no sé cómo decirlo en femenino, que me perdone la ministra Bibiana), que es una gitana cincuentona que es como un armario de cuatro puertas y con un pecherón que parece el mostrador de un bar. Esa señora, que es capaz de ordenar sin pestañear que le peguen una paliza a alguno (e incluso de pegársela ella misma), tiene una debilidad, y es una diminuta chiuaua llamada Cindy (pronúnciese “Sindy”), a la que lleva siempre encima y dice que es “su hija” (no “como su hija”, sino “su hija”).

Cindy tiene todo lo que una persona puede desear, y hasta lo que nadie desearía. Lo último que se le ocurrió a la dueña fue colocarle un pendiente. Los veterinarios no querían, pero al final cedieron porque temen enemistarse con ella y encontrarse al día siguiente el local destrozado. Pidieron a la farmacia un aparatito para hacer el agujerito del pendiente, anestesiaron a la perrita y le hicieron la perforación. A la dueña no se le ocurrió otra cosa que colocarle un pendiente de esos que parecen el colgante de una lámpara veneciana, pero de oro muy amarillo y con muchos corales. El pendiente pesaba más que la propia Cindy. Cuando le pusieron el pendiente, la oreja le quedaba doblada hacia abajo del peso, pero su dueña la veía monísima. Al cabo del tiempo, Cindy perdió el pendiente, y su dueña le compró un brillante, del estilo de los que lleva Beckham, y se lo volvieron a poner. Por lo menos la oreja no la llevaba plegada del peso.

Cuando van en coche, la señora se mete a Cindy en el escote, en el canalillo, y hace unos meses tuvieron un accidente. Cindy, que no pesa nada, salió disparada contra el parabrisas, rebotó y, después de chocar contra todos rincones posibles del coche, no se mató de puro milagro.

A la clínica llegó Cindy con su dueña, acompañados de más de una docena de gitanos y todos gritando como si se les hubiera muerto media parentela. Cindy tenía conmoción cerebral y una fractura craneana (cerrada, afortunadamente). Con aquel jaleo, al veterinario que estaba de guardia casi le da un patatús y en medio de la barahúnda gritaba: “¡Que entre sólo una persona! ¡Los demás que se queden fuera, por favor!” Por supuesto, la dueña gritó por encima de todo el mundo: “¡Yo, que soy la madre!”

Le advirtieron que Cindy lo tenía muy difícil, pero ella dijo que no se reparara en gastos, y que si Cindy se moría era capaz de matar a alguien (y eso no era una manera de hablar). Imagináos cómo cuidaron a Cindy los cuatro veterinarios de la clínica. Al final, Cindy sobrevivió, pero se quedó como tontita. Cuando andaba se tambaleaba y se caía para los lados y no veía bien. Pero su dueña, aunque estaba un poco triste, se daba por satisfecha con que se hubiera salvado y estaba muy agradecida a todo el personal de la clínica veterinaria. De todas formas, ellos temían que Cindy muriera en cualquier momento, y los cuatro rezaban para que a ninguno de ellos le tocara durante su guardia del fin de semana, porque se podía montar un número de tener que intervenir la policía y todo.

Mientras tanto, a la dueña le regalaron una perrita Yorkshire, para animarla. Pero ella decía que la Yorkshire era una mascota, mientras que Cindy era “su hija”. La perrita nueva no comprendía por qué a ella nunca la cogían en brazos, mientras que Cindy era como un colgante de su madre.

Finalmente Cindy murió unos meses más tarde, de una complicación renal, afortunadamente en un momento en que mi amigo no estaba de guardia. Hubo unas escenas de duelo que ni que se hubieran muerto Lola Flores y Rocío Jurado al mismo tiempo.

Ahora nos hemos enterado de que la Yorkshire está preñada y la dueña, aunque sigue recordando a su Cindy y lleva su retrato en un medallón de oro colgando del cuello, parece que está ilusionada con el nuevo cachorrillo. Da la impresión de que como este va a nacer “en su casa”, está más dispuesta a considerarla como “hija”, aunque no tanto como a la difunta Cindy.

Pero lo último ha sido que el otro día se encontró con un señor que llevaba una chiuaua como su Cindy y, según ella, se quedaron mirando la una a la otra “y se reconocieron”. Así que está convencida de que su Cindy se ha reencarnado. Menos mal que no se empeñó en quedarse con el chiuaua del individuo.

Y así estamos, esperando el parto de la Yorkshire, esperando a ver qué nombre le pone al cachorro, y a ver si el nuevo miembro de la familia hereda las joyas de Cindy. Ya os tendré informados.

domingo, 1 de septiembre de 2019

69. Olimpiadas, chinos y macizorros de la tele

Es curioso que cuándo nos aburrimos de tomarnos sofocones por cosas realmente importantes pasamos a montar auténticos números de circo por asuntos que en realidad importan a cuatro gatos (por ejemplo, quién nos va a representar en un bodrio llamado Eurovisión que casi nadie ve) o nos rasgamos las vestiduras por temas sobre los que sabemos positivamente que luego NO VA A PASAR NADA, como es el tema del boicot o no boicot a las Olimpiadas. Porque en la cuestión olímpica lo realmente importante es que todo el mundo gana dinero: ganan los que construyen las mega-instalaciones necesarias, ganan los deportistas (sobre todo a cuenta de la publicidad), ganan las marcas de ropa deportiva, ganan las marcas comerciales de cualquier cosa, ganan las televisiones de todo el mundo, y gana hasta el Tato. Y los que no ganan en moneda de curso legal, ganan en especie, a base de comilonas y viajes a los que apuntan hasta al cuñado que les cae fatal.

A mí lo que me tiene con el alma en vilo no es si tal o cual país va a boicotear el evento, o si a la antorcha la apagan unos exaltados al pasar por Benalup de Sidonia (como si eso sirviera para algo), sino cómo será de horrible esta vez la ceremonia de apertura. Con el recorrido vital que una lleva ya a sus espaldas está casi convencida de que no hay forma humana de hacer algo más hortera y aburrido que lo que llevamos visto, aunque supongo que tratándose de China, todo es posible. Es de esas cosas que puedes prácticamente profetizar sin mucho temor a equivocarte: esos dragones sinuosos con miles de chinitos debajo, farolillos de papel, decenas de miles de chinitas vestidas de colores chillones haciendo esa especie de tablas de gimnasia que me traen a la memoria aquellas celebraciones del 1 de mayo de los 60 que nos tragábamos en el Nodo antes de la película. Y mucha pirotecnia, por supuesto.

Hago una salvedad. El numerito del encendido de la llama de Barcelona estuvo original y emocionante, fuera auténtico o ful. Pero aparte de ese detalle, todas las ceremonias de apertura que me he tragado a lo largo de mi vida en la esperanza de ver algo distinto han parecido calcadas unas de otras, y algunas pasando ya la raya del ridículo.

Hasta 2004. En esos días andaba yo por Escocia, y la tarde del comienzo de las olimpiadas me encontraba en un hotelazo de lujo (St. Andrews Bay Golf Resort, cinco estrellas) que está dentro del famoso campo de golf de St. Andrews. Por que os hagáis una idea, fue el lugar que Kevin Costner eligió para su viaje de novios en su segunda boda. No tengo ni idea de porqué aquel viaje incluía aquel hotel, porque no era un viaje especial para aficionados al golf ni nada parecido. Eso sí, los paisajes eran maravillosos, y siempre se agradece pasar aunque sea una noche en un hotel tan lujoso.

Había llegado al hotel a media tarde muerta de cansancio, y aquella enorme cama con su fantástico edredón me llamaba a gritos. Me eché un rato y puse la televisión, y justo empezaba la retransmisión de la ceremonia de apertura de los juegos de Atenas. Y por fin pude ver algo de este tipo que me gustó. El desfile de aquella especie de carrozas donde se escenificaban desde los frescos de los palacios de Creta hasta las leyendas de la mitología, la caracterización de los participantes, que parecían completamente estatuas griegas, el vestuario, la escenografía, todo me pareció precioso.

A la hora de la cena bajé al comedor y me encontré cenando sola en una mesa, frente a otra mesa donde, de cara a mí, cenaba también solito un macizorro impresionante. Me pasé todo el primer plato dándole vueltas a por qué me sonaba tanto aquella cara. Seguro que lo que comí era algo exquisito pero no puedo ni recordarlo. Sabía que conocía a ese fulano de algo y no podía apartar los ojos de él. Me venían a la cabeza constantemente las imágenes de lo de Atenas que había visto un rato antes, pero esa mezcla me liaba todavía más.

Por fin, a mediados del segundo plato, caí en la cuenta. El tipo era Kevin Sorbo, el protagonista de una serie llamada Hércules que algunos años antes era la preferida de mi ahijado y sus dos hermanos, que me hacían grabar cada episodio y verlos tres o cuatro veces con ellos, todos apretados en el mismo sofá, como a ellos les gustaba. La serie era horrible, pero no tengo más remedio que reconocer que yo tuve parte de la culpa de aquella afición infantil, porque desde que eran muy pequeños los llevaba al museo donde trabajaba, y les contaba todas las leyendas de la mitología clásica. Y siendo en Cádiz, claro, las historias de Hércules se llevaban la palma. A lo mejor por eso, en mi esfuerzo por reconocerlo se mezclaba inconscientemente con todas aquellas imágenes vistas en la tele un rato antes sobre Grecia y sus leyendas.

Hay que reconocer que el chico (no tan chico, es un año mayor que yo pero estaba muy bien conservado) era guapísimo. Me costó un rato reconocerlo, porque llevaba el pelo más corto que en la serie, y con unos vaqueros y una camiseta azul estaba mucho más guapo que enseñando toda aquella cantidad exagerada de músculos. Cuando por fin logré identificarlo me pasé el resto de la cena dudando si acercarme a pedirle un autógrafo para los niños. Al final no me atreví, y eso que, percatándose de que éramos los únicos del comedor que cenábamos sólos, una de las veces que cogió la copa de vino para beber un sorbo me sonrió y la levantó en mi dirección en una especie de brindis.

¡Qué lástima de cena! Posiblemente una de las mejores que tomé en mi vida y no consigo acordarme de nada de lo que comí. Un auténtico desperdicio.

En fin, que por una u otra cosa creo que no me olvidaré de aquella ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Pero pensando en Pekín, me temo lo peor. No dudo de que se van a gastar un pastón, pero tengo la impresión de que el aspecto general me va a recordar más bien la mezcla de aquellos festivales franquistas con los Coros y Danzas actuando en el Bernabeu con la decoración de un restaurante chino de los cutres. Espero equivocarme.

60. Bee, el corderito travieso

Cuando yo era pequeña no se publicaban tantísimos libros como ahora. Ni para mayores ni para niños. La sección de libros infantiles en cualquier librería era bastante pequeña y, desde luego, los libros tenían un aspecto muy diferente. No había libros impermeables que se pudieran mojar, ni libros consistentes en seis páginas de cartón de cinco milímetros de espesor cada una, ni libros con sonidos, ni libros de pegatinas, ni libros-juego. Los libros eran nada más que libros, para niños que supieran leer y que usaran los libros como se usaba normalmente un libro. No eran para mojarlos o recortarlos. No se hacían para que un bestia destrozón de dos años pudiera hacer añicos con él un juguete de otro hermano (sin peligro para el libro). Los tratabas con cuidado, y los guardabas durante años, completando colecciones que luego pasaban a tus hermanos más pequeños.

Ahora los niños tienen libros en sus manos antes de que sepan siquiera hablar. Pueden abrirle la cabeza al compañero de guardería con esos tochos de cartón de seis páginas, pueden tirarlos dentro de la piscina con la alegre inconsciencia de quien no sabe lo que está haciendo ni para qué sirve ese artefacto que le han puesto en las manos. Ahora los niños tienen muchos libros, aunque les han perdido todo el respeto. La sobreabundancia de libros y el hecho de que no haga falta saber leer para jugar con ellos ha traído ese resultado inesperado. Los niños meten los libros en el agua, pero no los leen. No me extraña. ¿Cómo va a dedicarse a leer en la piscina un niño que no es capaz de leer en la cama? ¿Por qué tratar un libro con cuidado si desde que tienen un año se han acostumbrado a tratarlos a golpes porque a esa edad no los distinguen de cualquier otro juguete?

Puede que de pequeños los libros les hagan cierta gracia, pero enseguida se les pasa. Siempre que se pueda y no haya que devolverlos a los colegios a fin de curso se organizan grandes juergas para quemarlos en hogueras celebradas con risotadas y bailes. Y, por supuesto, antes que leer uno se preguntará si no se ha hecho todavía la película, por si se puede evitar la desagradable obligación.

Yo también tuve mi primer cuento antes de saber leer. Pero precisamente porque todavía no sabía leer no lo dejaban en mis manos para que lo pintarrajeara o arrancara sus páginas, y de paso aprendiera que para eso servían los libros. No era nada del otro mundo, uno de esos cuentos troquelados que valían cuatro gordas, con unas tapas de cartulina muy fina que no resistían nada. Pero tenía unos dibujos preciosos, de Ferrándiz. Se llamaba “Bee, el corderito travieso”, y estaba escrito en verso. Mi abuelo me lo leía una y otra vez, y de tanta repetición y ayudada por la rima, me lo aprendí de memoria. Era capaz de recitarlo como un loro, aunque siempre decía “Doña rama” en vez de “Doña Rana".

Un elemento importante de la historia era un cencerrito que Bee llevaba colgado del cuello, gracias al cual salvó la vida. Y del cuello del corderito dibujado en la portada colgaba, con una cintita de raso rojo, un cencerrito plateado de verdad. Ya estaba en la universidad y todavía conservaba mi cuento, con su cintita en el mismo sitio y su cencerrito intacto, con sus páginas sin pintar ni arrugar.

Entonces, en una mudanza, Bee se perdió. Hubiera preferido mil veces que se hubiera perdido mi tocadiscos o cualquier otra cosa valiosa que yo tuviera entonces, que no debían ser muchas porque no puedo recordar ninguna. Pero fue Bee el que se perdió. Y durante muchos años pensé que era algo irrecuperable, hasta que en 1989 vi otro ejemplar en un escaparate.. Un año antes habían vuelto a publicarlo y no era exactamente como el mío, porque no llevaba cencerrito, pero por lo demás era idéntico, con el mismo tamaño, tipo de letra y dibujos. Ni que decir tiene que lo compré inmediatamente (el segundo Bee costó 95 pesetas, según la etiqueta que todavía tiene puesta), y aquí lo tengo en mi librería, justo a mi lado.

La moraleja del cuento de Bee era “Lo que no quieras para ti, no quieras para los demás”. Y la que a mí me sugieren las librerías de hoy es que si haces libros que se puedan tirar al agua o al suelo, es allí donde acabarán.

sábado, 31 de agosto de 2019

45. Carmina también vio culebrones

Hace algún tiempo empecé a desvelar retazos de mi oscuro pasado. Poquito a poco, por aquello de no asustaros de golpe. El tiempo va pasando y ha llegado el momento de seguir con mis confesiones.

La que voy a hacer hoy no me colocaría al otro lado de la ley, pero seguramente mi imagen quedará muy deteriorada. En fin, me arriesgaré, y de paso sabré quiénes son mis verdaderos amigos. Aquellos que no se avergüencen de Carmina después de hoy serán leales a prueba de bomba, está claro.

En 1986 trabajaba en el Museo. El ambiente era muy bueno, y todos estábamos en la misma franja de edad, entre los 24 y los 30 años (yo tenía 26). Nos llevábamos muy bien, hasta el punto de que pasábamos juntos también la mayor parte de nuestro tiempo libre (excursiones, copas, algunos viajes al extranjero, etc.). Todos estábamos encantados con nuestro trabajo, bastante absortos con él, y la mayoría estábamos además haciendo tesinas o trabajos de investigación sobre temas de arqueología. Es decir, que cuando terminábamos de trabajar seguíamos hablando de lo mismo casi todo el tiempo. Cualquiera diría que éramos un grupo de lo más pedante y erudito.

   Pero el 13 de enero de 1986 ocurrió algo. Televisión Española estrenó, en horario de mañana, la telenovela mexicana “Los ricos también lloran”, 139 capítulos de media hora de duración. El primer culebrón americano que se emitía en España.

El argumento era muy típico de este tipo de producciones: Mariana es hija de un hombre de buena posición, Leonardo, casado en segundas nupcias con Irma, una ambiciosa mujer que somete a Mariana, ante la indiferencia paterna, a mil y una vejaciones. Al fallecer Leonardo, Irma expulsa a Mariana de casa. Don Alberto Salvatierra, un rico hacendado, acaba acogiendo finalmente a Mariana en su hogar. Luis de Parra, un amigo del padre de Mariana, al cabo de un tiempo, anuncia que, en el testamento que posee, Mariana es la heredera absoluta de los bienes de Leonardo. Tras esta noticia, Irma maquina la eliminación de su hijastra. Todo muy normal. Unos malos malísimos y unos buenos buenísimos que sufren mucho todo el tiempo, hasta que al final todo el mundo recibe lo que se merece.

Fue un auténtico exitazo. Y hubiera sido mucho mayor si se hubiera emitido en horario de sobremesa, cuando también lo hubieran podido ver trabajadores y estudiantes. Creo que después de eso los programadores aprendieron, pues las siguientes telenovelas de éxito (Cristal, La dama de rosa, Topacio…) se emitieron después del almuerzo.

El caso es que los del Museo nos enganchamos al dramón. Hicimos coincidir la hora del desayuno con la emisión del culebrón, y allí nos sentábamos todos delante de la tele: las dos limpiadoras, la mujer del director, el químico, las administrativas y todo el equipo de arqueólogos veinteañeros. Una conversación muy erudita sobre la posibilidad de que en Cádiz existiera un tofet o acerca de las ánforas Mañá-Pascual A4 se interrumpía de pronto para seguir de cerca las desgracias de Mariana.

Por eso, porque no puedo seguir llevando ese peso en mi conciencia, permitiendo que tengáis una imagen muy distinta de lo que es mi vergonzante realidad, me acuso de haber visto de cabo a rabo “Los ricos también lloran”.

No seáis muy rigurosos conmigo, recordad que en vuestro pasado también hay episodios ocultos.

Actualización: Acabo de recordar que por aquellos mismos años, un grupito de los que veíamos el culebrón en el Museo estuvimos un verano excavando un santuario prerromano que se encontraba a una hora más o menos por carretera de Cádiz. Y todos los días volvíamos jugándonos la vida por una carretera comarcal bastante peligrosa para llegar a tiempo de ver una serie de ciencia-ficción que ahora no recuerdo. Teniendo en cuenta que era en verano y a las 4 de la tarde, hay muchas posibilidades de que fuera la reposición de una serie antigua. Embutidos en un 4L (por supuesto sin aire acondicionado, y era pleno verano) como sardinas en lata, no hacíamos más que pinchar al conductor para que corriera, en un alarde de inconsciencia que ahora me parece increíble. Puede parecer que nuestros gustos televisivos eran deleznables, pero, en realidad, tanto el culebrón como esta serie los veíamos en plan de guasa, lo prometo.

viernes, 30 de agosto de 2019

37. Whisky y coranes

Yo en una ocasión me dediqué al contrabando internacional de alcohol, aunque en mi defensa debo decir que lo hice exclusivamente por amor al arte y a la historia, sin ganar ni un céntimo.

Todo empezó en 1972, cuando unos obreros estaban restaurando la Gran Mezquita de Sanaa, en Yemen. Durante las obras se toparon, detrás de una pared, con un “cementerio de papeles”. Los musulmanes, al igual que los judíos, consideran impiedad tratar los textos sagrados como si fueran basura ordinaria y cuando estos textos están ya inservibles por la vejez se depositan en algún lugar para que sea el tiempo el que los destruya, y no la mano del hombre.

En ese momento yo tenía 12 años, y todavía no daba señales de que con el paso del tiempo me convertiría en una aventurera sin escrúpulos. Me dedicaba a jugar a la china y al elástico, a leer libros de aventuras, y parecía muy inocente, pero el destino había puesto en marcha una sucesión de acontecimientos que me llevaría sin remedio a saltarme leyes humanas y divinas.

   Aquellos coranes descubiertos eran los más antiguos conservados hasta el momento y en su mayoría estaban adornados de delicadas miniatura y pan de oro.. Varias decenas de miles de páginas que, a causa de los siglos y las filtraciones de humedad, formaban una masa de color chocolate necesitada de unos extraordinarios especialistas y unos medios técnicos que no existían ni en ese momento ni en ese lugar. No sé en qué momento empezó la restauración de los coranes ni cómo se determinó que fueran técnicos del Instituto Arqueológico Alemán los que la hicieran, pero en 1993 éstos ya llevaban cierto tiempo con ella, aunque todavía quedaba bastante.

Cuando en ese año preparábamos un viaje a Yemen se nos avisó de que, gracias a las amistades de la mujer de uno del grupo, los restauradores nos recibirían en su taller y nos enseñarían lo que todavía nadie había visto: las más exquisitas páginas de algunos de estos coranes, adornadas con miniaturas y pan de oro, ya perfectamente restauradas. Era una oportunidad única.

Aquellos alemanes llevaban bastante tiempo en Yemen y andaban un poco desesperados por la prohibición de beber alcohol. Podías ir al bar de un hotel de lujo en la capital y tomarte una copa, pero conseguir una botella de lo que fuera para tenerla en casa era harina de otro costal. De forma que se pensó que para corresponder al extraordinario favor que nos hacían sería todo un detalle aprovisionarlos de whisky para una buena temporada.

En Madrid, antes de tomar el avión, cada miembro del grupo compró un botellón de whisky en las tiendas libres de impuestos, y lo pasó en su equipaje de mano. El día en que fuimos al taller de restauración en Sanaa todos nos echamos la botella en la mochila, bien envuelta para que no se notara lo que llevábamos. En la entrada del local había unas estanterías metálicas, para que dejáramos nuestras bolsas y cámaras, y allí pusimos todo.

Pasamos a la sala donde estaban las páginas ya restauradas, bajo unos cristales, y durante un buen rato estuvimos admirando la caligrafía y las preciosas miniaturas. Parecía mentira que aquellas páginas, unos años antes, estuvieran en el mismo estado que lo que todavía permanecía sin restaurar, y que también se podía contemplar en aquella sala, protegido por un cristal: un bloque oscuro que difícilmente dejaba adivinar lo que era en realidad. Nos contaron que sólo para separar dos páginas en algunas ocasiones habían necesitado varios días. Con mascarillas y batas fuimos pasando, de cuatro en cuatro, a la sala donde se estaba haciendo realmente el trabajo de restauración, más delicado que la cirugía del cerebro.

Al terminar la visita, sin que nadie mencionara las bolsas que íbamos a “olvidar” en las estanterías de la entrada, nos dimos las gracias mutuamente y nos despedimos entre sonrisas.

Ignoro si aquel whisky se lo bebieron poquito a poquito, estirándolo todo lo posible, o si por el contrario cogieron una curda monumental, de las que hacen época. Probablemente al día siguiente no tenían un pulso tan firme como cuando los visitamos.

jueves, 29 de agosto de 2019

30. Un cante por colombianas

Parece que el tema de hoy en casi todos los blogs es obligado (¡Es San Valentín, despistados!). Hay quien pone poemas, hay quien cuenta lo que va a hacer para celebrar con su pareja, hay quien tira de recuerdos y saca alguna historia pasada.

Yo no tengo planes de celebración porque actualmente no tengo pareja, pero no me parece mal dedicarle algo a mis ex, en recuerdo de los viejos tiempos. Y como no me veo recitando un poema (aunque no sea pasteloso, no es mi estilo), con permiso de ustedes voy a echarme un cante flamenco, y por dos motivos. Uno, porque en el flamenco encontramos pasión y erotismo a raudales, y por ese motivo es tan apropiado o más que un poema de amor. No hay más que prestar atención a algunas letras, que a veces asustan por la intensidad de los sentimientos que expresan. Dos, porque Carmina, de joven, bailó flamenco durante bastantes años. En un grupo de aficionados, claro está, pero con una dedicación y una constancia que no ha vuelto a tener con ninguna otra afición. Todavía conserva un armario lleno de trajes, mantones, zapatos y demás complementos. Y un cajón lleno de cintas de vídeo, fotos, programas de actuaciones… Y no es mal día para recordar todo eso, principalmente porque a uno de sus ex le gustaba horrores verla bailar.

El baile es principalmente cuestión de temperamento. Por eso, de acuerdo con la forma de ser de cada cual, te van mejor unos palos que otros. Pepa, su profesora, le decía siempre a Carmina que lo mejor que tenía era que movía los brazos con mucha elegancia, que le iban los bailes lentos, “sentíos”, como los tientos o las peteneras, y también los cantes “de ida y vuelta”, melosos, como las colombianas. A Maireen le hubiera gustado tener más nervio, más descaro, pero se tenía que conformar, porque eso no se improvisa. Así que más vale que haga lo que sé que hago bien, que para hacer el ridículo siempre hay tiempo.

Y sin más dilación, dedicado a mi público que tanto me quiere y a quien tanto debo, unas colombianas festeras. Y como dije al principio, dedicado especialmente a ellos dos.

Aquí os dejo la letra: Quisiera ser jardinera del jardín de tu sonrisa, ser peine para tu pelo, botón para tu camisa, pañuelo para tu duelo y espejo para tu risa. Que nadie puede quererte igual que yo te he querido, y cuando deje de verte se cieguen los ojos míos, que Dios me mande la muerte si algún día yo te olvido.

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Y creo que no hace falta presentar a mi paisana.

26. Un vehículo indescriptible

He viajado en los medios de transporte más variados que se pueda uno imaginar. Desde un caballo a una típica falúa del Nilo, desde un elefante a un todo terreno, desde un camello a un helicóptero. He volado en todo tipo de aviones, incluido uno en Uzbekistán que parecía el equivalente a los antiguos vagones de tercera con asientos de madera. Hasta el público estaba en consonancia, con sus canastos llenos de provisiones. Pero nada, repito, nada tan impactante como el autobús con el que recorrí Pakistán.

Los autobuses en Pakistán son una visión delirante hasta para el más furibundo de los aficionados al tunning: luces, chapas metálicas recortadas y caladas con formas extrañas, una especie de cortinillas de flecos formadas por cuentecitas de colores, adhesivos fluorescentes, flores de plástico, guirnaldas que enmarcan las ventanillas… Y para rematar, espumillón del que usábamos hace años en los adornos de Navidad (digo del de hace años porque los adornos de Navidad de ahora son mucho más discretos, pero este era el espumillón de toda la vida, grueso y chillón a más no poder). De noche, ya os podéis imaginar, aquello se convertía en una verbena rodante.

Pero todo palidecía si se comparaba con el interior, que recordaba a uno de esos burdeles que salen en las películas del Oeste: los asientos forrados de terciopelo rojo, y las cortinillas que cubrían las ventanas también de terciopelo rojo con flecos dorados. Incluso la disposición de los asientos era extraordinaria. La mitad delantera del autobús era “normal”: cuatro asientos por fila con un pasillo central. Pero la mitad trasera tenía una disposición que no he vuelto a ver jamás. Imaginad que quitan todos los asientos y luego ponen una especie de asiento corrido a lo largo de los laterales y el fondo del autobús, formando una U, quedando en el centro un gran espacio libre. Y todo ello con muchos cojines, y mucho terciopelo rojo, y mucho fleco dorado. De esa parte de atrás nos apropiamos desde el primer día el grupito de los fumadores, y la llamábamos “el cuartito de estar”, aunque ya digo que más parecía un burdel cutre, con su tapizado de capitoné y hasta volantes.

El pobre autobús ya tenía unos añitos, aunque exteriormente los disimulaba con todo el “lujerío” y el brillo añadido de sus complementos. Así que en una subida en una zona montañosa se paró. La avería era lo suficientemente seria como para que no se pudiera arreglar allí mismo, así que el guía, ni corto ni perezoso, paró al primer autobús de línea que pasó por la carretera. Cruzó unas palabras con el conductor y nos quedamos todos de piedra cuando vimos que los viajeros se bajaban y nos cedían sus sitios. Aquella gente por lo visto no tenía prisa, y le daba igual esperar en la carretera al próximo autobús, así que muy sonrientes insistían en que entrásemos, a lo que nosotros en principio nos resistíamos porque no dábamos crédito a lo que estaba pasando. Al final subimos todos y continuamos hasta nuestra siguiente parada. El interior de este segundo autobús también tenía lo suyo, aunque cambiando el terciopelo por plástico, y un plástico que no trataba en ningún momento de pasar por piel o cualquier otro material, un plástico muy orgulloso de ser plástico.

En el lugar en que nos bajamos del autobús hicimos la visita que teníamos prevista, y cuando salimos a la calle nos llevamos el alegrón de ver de nuevo a “nuestro” autobús esperándonos. Ya nos habíamos acostumbrado al “cuartito de estar” y hubiera sido muy duro hacer el resto del viaje en un autobús normal.

24. Donde fueres.... ¿haz lo que vieres?

En otra ocasión relaté mi llegada a Iraq, cuando todavía se encontraba oficialmente en guerra con Irán, y fue curioso comprobar como, durante dos semanas, nos movimos por el país con una libertad que se les negaba, por ejemplo, a los periodistas que habían ido a cubrir las elecciones generales que se celebraron en esos días. Fueron alojados por los iraquíes en el hotel Sheraton con todas las comodidades posibles, pero no pudieron dar ni un paso por las calles de Bagdad. Mientras tanto, nosotros caminábamos a nuestro antojo por la misma ciudad. Como consecuencia, en el viaje de vuelta a Madrid, en el avión, les contábamos lo que ellos no habían podido ver, y más de uno utilizaría esa información para escribir sus crónicas.

En uno de esos recorridos, cuatro chicas nos acercamos al barrio chiíta de Khadimiya, y pasamos gran parte de la mañana recorriendo el mercado. Recuerdo que nos impresionó la gran cantidad de joyerías, con escaparates tan cargados de oro que no se podían mirar sin ponerse unas gafas de sol.

Mezquita Khadimiya, Bagdad


En una plaza encontramos la gran mezquita chiíta de Bagdad, y se nos ocurrió que teníamos mucha curiosidad por conocerla por dentro. En la plaza, en una especie de quiosco abierto, un montón de velos negros colgaban de unas perchas, por si alguien lo necesitaba para entrar. Desde la primera vez que viajé a Siria y tuve que usar uno de esos velos (con bastante aprensión por mi parte) para entrar en la mezquita de Damasco, yo llevaba a todos estos viajes el mío propio, siempre guardado en la mochila. Las otras tres no lo tenían, por lo que no tuvieron más remedio que coger uno de los que estaban allí colgados.

Decidimos que si nos tapábamos bien la cara y hacíamos lo mismo de todo el mundo nadie tenía por qué darse cuenta de quiénes éramos. Con la imprudencia que da la juventud nos unimos a la multitud que entraba. Al llegar a las puertas, nos fijamos en que todo el mundo las besaba con fruición (en la foto), y nosotras no íbamos a ser menos. Además, teníamos a la gente demasiado cerca y no nos atrevíamos a fingir, así que realmente pegamos los morros a la puerta con toda nuestra alma. Después de un paseíto por el interior, y con la intranquilidad de que alguien nos descubriera, no nos entretuvimos mucho y volvimos a salir.

Ya de vuelta en el hotel, almorzando con todo el mundo, cada uno hablaba de lo que había hecho esa mañana. Al nombrar nosotras el barrio y la mezquita, el guía empezó a contar lo importante que es esa mezquita para los chiítas, la cantidad de gente que se junta para la oración del viernes, y cómo era costumbre que los chiítas de Bagdad, cuando se les moría alguien, camino del cementerio se pasaran por allí, y sacando el brazo derecho del muerto del sudario que lo envuelve (lo llevan en unas parihuelas, sin ataúd), restregaran bien restregada la mano del cadáver por la puerta de la mezquita. En ese momento nos miramos las cuatro, cayendo en la cuenta de que habíamos puesto la boca en una puerta manoseada por todos los muertos chiítas de Bagdad y sus alrededores. Y a saber de qué habían muerto la mayoría.

Nos pasamos los días siguientes mirándonos al espejo con toda atención, casi esperando el momento en que los labios se empezaran a poner negros y se cayeran a trozos. Por lo tanto, y a pesar de lo sabio que se dice que es el refranero, hacerle caso también tiene sus riesgos.

miércoles, 28 de agosto de 2019

19. Más que nada, por llevar la contraria

Ya mencioné hace días que en el año 93 hice un recorrido por Yemen del Norte en vehículos todo terreno con un grupo de amigos. En ese país el consumo de alcohol estaba prohibido. A los extranjeros les está permitido, aunque se hace bastante complicado porque el alcohol no se vende libremente. Se sirven bebidas alcohólicas en los bares de los grandes hoteles de las tres o cuatro ciudades más importantes, pero fuera de allí es casi imposible de conseguir. Como nosotros íbamos a estar recorriendo todo el país, y la mayor parte del tiempo alejados de esas ciudades, aquella posibilidad no era solución.

Porque ni que decir tiene que estábamos bastante fastidiados con toda esta historia. Bastaba que no pudiéramos tomar unas cervezas cuando quisiéramos para que se nos antojaran más que nunca. En cada vehículo íbamos cuatro y el conductor, y mis tres compañeros de viaje (Manolo, Ignacio y Manolo) y yo decidimos que teníamos que agenciarnos como fuera algunas provisiones alcohólicas. Lo comentamos con el guía y, en un punto del recorrido, en una especie de ventorrillo en mitad de la nada, nos consiguió a precio de oro una caja de veinticuatro botellines de cerveza.

Durante la mayor parte del viaje hizo bastante calor, así que las cervezas estaban más bien calentitas. Entre risas comentábamos que si en cualquier otra parte nos quisieran obligar a tomar una cerveza a aquella temperatura nos hubiéramos planteado acudir a algún tribunal internacional de protección de los Derechos Humanos. En cambio, allí estábamos, disfrutando de nuestra cerveza caliente o, más bien, disfrutando del placer de llevar la contraria.

Si alguien conoce una explicación seria de por qué algo así (a veces incluso a costa de hacer el tonto, si se piensa despacio) nos produce esa intensa satisfacción, por favor que me la cuente.





10. Almuerzo en el país de las mil y una noches

Era el año 93, y estaba recorriendo el Yemen con mi grupo de amigos viajeros (ver el post Noche de luna llena en Agra). Viajábamos en coches todo-terreno, en cada coche un conductor y cuatro pasajeros. Después de una noche alucinante pasada en un lugar llamado Al-Kawka (que contaré en otra ocasión), cubrimos la distancia entre Al-Kawka y Moka conduciendo por la playa. ¡Pero hablo literalmente! Es decir, los coches iban por la arena, por la misma orilla (en otras ocasiones íbamos por lechos secos de ríos o, simplemente, campo a través; nunca en mi vida había hecho tantos kilómetros sin usar carreteras).

A mi lo de Moka me sonaba a Las Mil y una Noches. Sabía que el puerto de Moka le había dado nombre al café, por su gran calidad; que desde allí salía de Arabia para el resto del mundo… Y cuando llegamos nos encontramos con un villorrio de calles desiertas, azotado por el viento.



Al parecer, el mejor sitio que había para comer era una especie de barracón donde hacía un calor infernal (me parece recordar que el techo era de uralita). Cuando nuestro guía habló con el “maitre”, éste agrupó a todos los paisanos y nos despejó varias mesas. Acto seguido, las cubrió con hojas de periódico (eran los manteles), y puso en cada mesa una botella de agua mineral y una caja de Kleenex. Y eso fue todo. En ese punto ya estábamos con la risa floja, aunque todavía aguantábamos un poco porque no queríamos ofender a los ¿mokitas? (¿o mokanos?).

Al poco rato nos trajeron una fuente enorme de aluminio con un pescado asado. Ya para entonces habíamos entendido que no había cubiertos, ni platos, ni servilletas… Así que con las manos fuimos cogiendo trozos del pescado y pasándonos la botella de agua. Tengo que reconocer que el pescado estaba buenísimo, aunque sería incapaz de identificarlo.

Pero aquello no podía acabar así, no señor. Tenía que pasar algo más que acabara con la brizna de autodominio que nos quedaba. Y la apoteosis llegó en forma de una cabra enorme de color blanco que entró por el “restaurante” como Pedro por su casa y se fue derechita a la fuente donde permanecían los restos de nuestro pescado. La cabra metió la cabeza entre dos de las personas que yo tenía enfrente, y comenzó a zamparse lo que quedaba, ante la total indiferencia del resto del personal, lo que nos hizo pensar que era cliente habitual del establecimiento. Ahí sí que soltamos ya la carcajada, y no paramos de reirnos hasta que salimos.



Por cierto, en el exterior vimos como se fregaban los cacharros. En la misma orilla, un chiquillo frotaba las fuentes grasientas con puñados de arena húmeda y luego las enjuagaba en el agua del mar. Nada de detergente ni tonterías.



7. Noche de luna llena en Agra

Ocurrió hace bastantes años, en abril de 1985. Esa tarde yo había llegado a Agra (India) con un grupo de amigos, y nos habíamos alojado en un estupendo hotel. Después de una fantástica cena estábamos tirados en unas tumbonas en el jardín. La temperatura era ideal, y la conversación era muy animada. Habíamos pasado ya por el bullicio de Bombay; por la increíble isla Elefanta con sus cuevas santuarios llenos de esculturas talladas en la misma roca; por las más increíbles todavía cuevas de Ellora y Ajanta; por Udaipur, la “Ciudad de los Sueños”, con el palacio del maharana y el lago Pichola; por Jaipur, la ciudad roja… Pero a pesar de nuestro asombro y nuestro entusiasmo, intuíamos que nos esperaba lo mejor.

Nuestro guía (un sij del que no recuerdo el nombre, sólo que empezaba por “B”), que charlaba con nosotros en el jardín, se levantó y fue a hablar por teléfono. Al volver, 10 minutos después, nos dijo que le siguiéramos, que nos iba a dar una sorpresa. Algunos pensaron que nos llevaría al comercio de un amigo, para ganarse una comisión, y no quisieron moverse de aquel delicioso jardín. Finalmente, unas 10 personas lo seguimos y a la entrada del hotel encontramos nuestro microbús, que nos estaba esperando.

A pesar de que era ya de noche, las calles estaban animadísimas, llenas de tenderetes, puestos de comida, bicicletas, gente comprando, tomando té, jugando a diversos juegos o, simplemente, mirando a los que pasaban. Llegamos a un muro con un gran portón, al que B. llamó. Intercambió algunas frases con el hombre que abrió y nos indicó que entráramos. Todo estaba bastante oscuro y no teníamos ni idea de lo que íbamos a ver. B. nos guió un corto trecho y de pronto nos dijo: “Mirad” y lo que vimos al girar la cabeza fue… el Taj Mahal ante nosotros, iluminado por la luz de la luna llena. Fui muy afortunada. En aquella época se permitían aquellas visitas nocturnas. El día de la luna llena, dos días antes y dos días después. Algún tiempo después se suspendieron por riesgo de atentados. En la actualidad se han vuelto a reanudar. Y la luna salió por el lugar perfecto, iluminando el monumento como si lo hubiéramos elegido.

Nadie dijo ni una palabra; a mi se me había cortado la respiración, literalmente. Casi me ahogaba, pero no me daba cuenta (años después me explicaron lo del “síndrome de Stendhal” e inmediatamente pensé que era aquello lo que yo había sentido en esa ocasión). A la impresión de esa visión se unía el que, de pronto, todo el bullicio de la calle había dejado de oírse, a pesar de que estábamos al aire libre. Era como si además de lo que estábamos viendo, nos hubieramos quedado sordos de repente, lo que acentuaba la sensación de irrealidad.

B. nos dijo: “dentro de 1 hora, aquí en la puerta”. Sin ponernos de acuerdo, porque nadie pronunciaba palabra, cada uno se dirigió hacia donde le apeteció. Todos decidimos caminar en solitario, acercándonos al monumento por distintos caminos, parándonos para sentarnos en un banco de piedra o para tumbarnos en la hierba un ratito. Y con una luna enorme que alumbraba como si hubiera cientos de luces encendidas. Finalmente fuimos llegando, como un goteo, al mausoleo, donde unas lamparillas iluminaban las tumbas de Shah Jahan y Mumtaz Mahal.

De mala gana volvimos a la puerta de entrada, donde nos esperaba B. Con gusto me hubiera quedado allí toda la noche.

Desde entonces he viajado mucho, sobre todo por Asia. He visto monumentos impresionantes y paisajes increíbles, pero nada comparable a aquella hora pasada en el Taj Mahal. Desde entonces, cada vez que veo la luna llena, como hoy mismo hace un ratito, me acuerdo de aquella luna llena en Agra y me prometo a mi misma que volveré. Y volví, dos días más tarde, el día en el que estaba prevista la visita, en principio, al atardecer. Parecía otro lugar, pero también tenía su encanto con la luz dorada de la tarde.