lunes, 25 de mayo de 2020

La incríble historia de Sindy y su "madre"

Ya han pasado los días más duros de esta locura que ha sido el fin de curso. A la carga de trabajo habitual en esta época se ha sumado el hecho de que, por circunstancias que no vienen al caso, mi instituto, que es pequeño y tiene sólo 22 profesores, se ha quedado de golpe y porrazo sin 13 de ellos, incluídos directora y jefe de estudios (tenían que estar en el tribunal de oposiciones). Y además la administrativa de secretaría estaba de baja por un accidente de coche. La consecuencia es que los 9 desgraciados que quedábamos allí hemos tenido que hacer el trabajo de 23 personas. En estos días he atendido la ventanilla de las matriculaciones, he empaquetado libros en cajas, he estado haciendo el papel de tutor en seis evaluaciones en las que los tutores no estaban… Además de dar mis clases hasta el último momento, corregir exámenes, sacar medias (iba todo el día con una calculadora a cuestas y aprovechaba hasta el momento del desayuno, entre bocado y bocado) y poner notas. Algunos días pensaba que me iba a dar un inminente ataque de nervios. Porque las cosas tenían que estar hechas, aunque no hubiera nadie para hacerlas. Cosas de la Administración.


Al mismo tiempo he tenido exámenes en la Universidad, y aunque se han presentado menos alumnos que otras veces, se me han ido muchas horas por la noche corrigiendo exámenes.

Me quedan tres días de trabajo en el instituto, pero lo peor ha pasado y estoy más tranquila. A partir de ahora recupero otra vez el uso de casi todas mis tardes y mis noches, y podré de nuevo contestar a vuestros comentarios. Por eso hoy os voy a contar una historia divertida, acorde con mi actual estado de ánimo. Es algo rigurosamente verídico; ya sabéis que no tengo talento creativo, y menos para inventarme unos personajes como estos.

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Mi amigo D. es veterinario y trabaja en una clínica que está situada absolutamente pegada al peor barrio de El Puerto. Cuando se instalaron allí la zona no estaba tan deteriorada, pero en unos pocos años aquello ha experimentado un cambio tremendo, porque aprovecharon esa zona para realojar a los habitantes de una zona chabolista de Jerez. Y como tienen un local muy grande, no les viene bien, de momento, cambiarse a otra zona. Son varias callejuelas con varias manzanas de casas que forman el mercado de droga más surtido de toda la Bahía de Cádiz. Ya os podéis imaginar los personajes que pululan por esas calles. Constantemente hay ajustes de cuentas, navajazos y hasta tiroteos. Más de una vez les han traído a un herido a la clínica veterinaria para que lo atiendan. Ellos procuran llevarse bien con el vecindario y hasta ahora no han sufrido ninguna agresión ni problema grave, aunque sí momentos de bastante tensión.

El barrio está lleno de camellos de distinta categoría, pero sobre todos ellos reina una “capo” (no sé cómo decirlo en femenino, que me perdone la ministra), que es una gitana cincuentona que es como un armario de cuatro puertas y con un pecherón que parece el mostrador de un bar. Esa señora, que es capaz de ordenar sin pestañear que le peguen una paliza a alguno (e incluso de pegársela ella misma), tiene una debilidad, y es una diminuta chihuahua llamada Cindy (pronúnciese “Sindy”), a la que lleva siempre encima y dice que es “su hija” (no “como su hija”, sino “su hija”).

Sindy tiene todo lo que una persona puede desear, y hasta lo que nadie desearía. Lo último que se le ocurrió a la dueña fue colocarle un pendiente. Los veterinarios no querían, pero al final cedieron porque temen enemistarse con ella y encontrarse al día siguiente el local destrozado. Pidieron a la farmacia un aparatito para hacer el agujerito del pendiente, anestesiaron a la perrita y le hicieron la perforación. A la dueña no se le ocurrió otra cosa que colocarle un pendiente de esos que parecen el colgante de una lámpara veneciana, pero de oro muy amarillo y con muchos corales. El pendiente pesaba más que la propia Cindy. Cuando le pusieron el pendiente, la oreja le quedaba doblada hacia abajo del peso, pero su dueña la veía monísima. Al cabo del tiempo, Cindy perdió el pendiente, y su dueña le compró un brillante, del estilo de los que lleva Beckham, y se lo volvieron a poner. Por lo menos la oreja no la llevaba plegada del peso.

Cuando conduce su coche, la señora se mete a Cindy en el escote, en el canalillo, y hace unos meses tuvieron un accidente. Cindy, que no pesa nada, salió disparada contra el parabrisas, rebotó y, después de chocar contra todos rincones posibles del coche, no se mató de puro milagro.

A la clínica llegó Cindy con su dueña, acompañados de más de una docena de gitanos y todos gritando como si se les hubiera muerto media parentela. Cindy tenía conmoción cerebral y una fractura craneana (cerrada, afortunadamente). Con aquel jaleo, al veterinario que estaba de guardia casi le da un patatús y en medio de la barahúnda gritaba: “¡Que entre sólo una persona! ¡Los demás que se queden fuera, por favor!” Por supuesto, la dueña gritó por encima de todo el mundo: “¡Yo, que soy la madre!”

Le advirtieron que Cindy lo tenía muy difícil, pero ella dijo que no se reparara en gastos, y que si Cindy se moría era capaz de matar a alguien (y eso no era una manera de hablar). Imagináos cómo cuidaron a Cindy los cuatro veterinarios de la clínica. Al final, Cindy sobrevivió, pero se quedó como tontita. Cuando andaba se tambaleaba y se caía para los lados y no veía bien. Pero su dueña, aunque estaba un poco triste, se daba por satisfecha con que se hubiera salvado y estaba muy agradecida a todo el personal de la clínica veterinaria. De todas formas, ellos temían que Cindy muriera en cualquier momento, y los cuatro rezaban para que a ninguno de ellos le tocara durante su guardia del fin de semana, porque se podía montar un número de tener que intervenir la policía y todo.

Mientras tanto, a la dueña le regalaron una perrita Yorkshire, para animarla. Pero ella decía que la Yorkshire era una mascota, mientras que Cindy era “su hija”. La perrita nueva no comprendía por qué a ella nunca la cogían en brazos, mientras que Cindy era como un colgante de su madre.

Finalmente Cindy murió unos meses más tarde, de una complicación renal, afortunadamente en un momento en que mi amigo no estaba de guardia. Hubo unas escenas de duelo que ni que se hubieran muerto Lola Flores y Rocío Jurado al mismo tiempo.

Ahora nos hemos enterado de que la Yorkshire está preñada y la dueña, aunque sigue recordando a su Cindy y lleva su retrato en un medallón de oro colgando del cuello, parece que está ilusionada con el nuevo cachorrillo. Da la impresión de que como este va a nacer “en su casa”, está más dispuesta a considerarla como “hija”, aunque no tanto como a la difunta Cindy.

Pero lo último ha sido que el otro día se encontró con un señor que llevaba una chiuaua como su Cindy y, según ella, se quedaron mirando la una a la otra “y se reconocieron”. Así que está convencida de que su Cindy se ha reencarnado. Menos mal que no se empeñó en quedarse con el chihuahua del individuo.

Y así estamos, esperando el parto de la Yorkshire, esperando a ver qué nombre le pone al cachorro, y a ver si el nuevo miembro de la familia hereda las joyas de Cindy. Ya os tendré informados.

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