lunes, 19 de octubre de 2020

¡Esto lo hago yo también!

 



Tengo un amigo al que llamaremos Ricardo. Es también amigo de mi hermano y de otros cuatro o cinco que forman pandilla desde el colegio. Todos tenemos alrededor de 60, año más, año menos.

Ricardo vive en un chalet rodeado de pinares, en una urbanización muy tranquila junto a la playa. Compró el chalet cuando se casó y poco a poco ha ido introduciendo mejoras. Bueno, eso es lo que él dice, porque por su forma de ser algunas de esas mejoras han resultado un auténtico desastre.

Por ejemplo, tenía un jardín que debía haber lucido un espeso césped, igualito que los de los chalets vecinos. Pero Ricardo no es una persona muy disciplinada, y eso de tener una rutina de regar, cortar la hierba, abonar, etc… no va con él. Sobre todo lo de regar le parecía muy aburrido, y entonces decidió que tenía que instalar un sistema de riego por aspersión.

Contactó con varias empresas, pidió presupuestos y se hizo el razonamiento siguiente: Si un fulano que no tiene estudios puede hacer esto ganando en unos días varios miles de euros, yo, que tengo un título universitario y no soy torpe, ¡yo puedo hacerlo también!

Ricardo se sentó ante el ordenador, buscó en Google “instalar riego por aspersión”, estudió atentamente varias páginas web, tomó notas, hizo esquemas y cuentas, se gastó una pasta importante en herramientas y materiales y un sábado por la mañana comenzó la tarea.

Levantó todo el jardín, hizo agujeros aquí y allá, dejó todo que parecía un campo minado durante dos semanas y, cuando dio el trabajo por concluído, nada funcionó normalmente. En algunos lugares había riego en exceso y a otros no llegaba. En pocos días el jardín parecía un muestrario de humedales y desiertos del mundo: aquí una copia en miniatura de las Tablas de Daimiel, allá el desierto de Gobi, en este lado el lago Titicaca y en este otro el desierto de Atacama. Finalmente, desconectó para siempre el sistema de riego y ahora el jardín es un arenal. Llevamos tiempo insistiéndole en que, si no va a volver a tener césped, mejor estaría con una parte de albero y otra de un enlosado de tipo rústico, algo así como piedra de Tarifa o parecido, pero Ricardo no se decide, porque en su interior luchan la convicción de que eso no es capaz de hacerlo él y su resistencia a pagar a alguien para que se lo haga.

Entiéndase bien: Ricardo no es rácano, es generoso. Cuando invita en su casa te ofrece de todo en calidad y abundancia. Le gusta organizar reuniones y fiestas multitudinarias. Pero prefiere gastar el dinero en jamón y langostinos que en pagarle a un operario porque, ¿qué tiene un operario cualquiera que no tenga él?

Ese primer fracaso no lo desanimó. Un par de años después su santa le convenció que ese cuartito sin aprovechar al lado de su dormitorio sería un estupendo vestidor. De nuevo hizo varias llamadas, pidió presupuestos, y volvió a caer en el mismo error. Si eso lo puede hacer un fulano que apenas sabe contar con los dedos, ¿no lo voy a hacer mejor yo, que soy un tío de ciencias, que siempre he dibujado bien y se me daba estupendamente la geometría, y que tengo más interés que nadie porque es mi propia casa?

De nuevo, viaje a Leroy Merlin, gasto importante en herramientas (las del riego no servían porque se trataba de un trabajo muy diferente) y en maderas y, sin hacer demasiados destrozos ni amputarse ningún dedo, montó el vestidor. Eso sí, tardó casi dos meses y en todo el vestidor no hay ni un ángulo recto, ni una puerta que encaje, ni un cajón que corra bien. Las barras para perchas parece que se sostienen de milagro y todo se dispone en ángulos y equilibrios aparentemente imposibles. Parece un vestidor normal, pero después de un terremoto importante.

Pero Ricardo es inasequible al desaliento. Lo último ha sido que tenía que pintar el chalet por fuera. Y claro, es una tontería pagarle unos miles de euros a dos o tres tíos por hacer lo que, esta vez sí, hace cualquiera, porque ya se sabe que pintar no es más que darle arriba y abajo al rodillo.

Pero Ricardo no es tonto, y sabe que esta nueva chapuza era demasiado para él solo, así que llamó a mi hermano y a cinco amigos y los engatusó para que en un fin de semana le ayudaran a pintar el chalet. “Venga, que esto está tirado, que entre los seis lo resolvemos en un rato y luego dedicamos el resto del tiempo a tomarnos cervecitas…”

Después de la compra de la pintura, los rodillos y todo lo necesario, cinco personas muy escépticas y bastante renuentes y un Ricardo muy entusiasmado se ponen manos a la obra. Uno de los cinco, llamémosle Alejandro, que es el más señorito, se erige en capataz y se instala a la sombra en el porche, desde donde da instrucciones a los otros cinco entre trago de fino y lonchita de caña de lomo.

En la primera media hora Ricardo comprende que no es tan fácil. El color elegido requiere hacer una mezcla, y nuestros chapuzas la hacen a ojo: “un poquito más de blanco; ahora una pizca de color albero…”. Resultado, la cosa no va tan rápida como creían, nada de terminar en un rato; al segundo día “el capataz” ya no aparece y la cuadrilla empieza a trabajar de muy mala gana, por decirlo suavemente; debido a la forma de hacer la mezcla, a ojo y según la van necesitando, cada pared de la casa tiene un tono ligeramente diferente; y todos están baldados, tienen agujetas hasta en el cielo de la boca.

Pero seguro que Ricardo no ha escarmentado.

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