sábado, 17 de octubre de 2020

¿Generosidad?

Cuando tenía más o menos 18 años leí un libro que narra el proceso de la independencia de la India, sus protagonistas, y sus consecuencias inmediatas, titulado “Esta noche, la libertad”, de Dominique Lapierre y Larry Collins. Era el primer libro que leía sobre India, y desde ese momento tuve una tremenda curiosidad por conocer el país, cosa que logré en 1985. Justo a la vuelta del viaje leí otro libro de Lapierre sobre India, “La ciudad de la alegría”. 






Hice un segundo viaje al país en 1995 y en 2001, según reza la fecha apuntada en el libro, leí “Era medianoche en Bhopal”, del mismo autor. Espero volver a viajar a India al menos una vez más. La mayoría de la gente que conozco se extraña de mi atracción por ese país. Para ellos un país como ese sólo puede llevar a una persona a una de estas reacciones: 

a) Lanzar un apasionado sermón sobre las grandes injusticias que existen en el mundo, o bien sobre el peligro de que países subdesarrollados posean tecnología nuclear; 

b) Aportar algún dinero a una ONG; 

c) Meditar unos segundos y decidir que no está en nuestras manos solucionar esos problemas; 

d) Arrugar la nariz y declarar tranquilamente que les daría mucho asco o mucho miedo ir a un sitio así.

Al principio no era capaz de explicar por qué me interesaba tanto. Hasta que leí como el mismo escritor que he mencionado varias veces, que conoce el país muy bien, cuando, en una entrevista le preguntaron “¿Qué se siente en la India? ¿Pena, rabia…?” contestó: En la India uno está fascinado por el espectáculo de la vida cotidiana. Desde entonces, eso es lo que contesto, porque refleja con exactitud lo que siento. Muchos no entienden que la “fascinación” no es incompatible con tener buenos sentimientos, e interpretan que disfruto o me divierto con la contemplación de las miserias ajenas, lo que me catalogaría como una sádica o una psicópata. Me pregunto cuál sería la reacción de esas personas si, como me ocurrió en el segundo viaje, estando en una estación ferroviaria esperando un tren, se dieran cuenta de pronto que a sólo seis pasos de distancia de donde yo estaba sentada en el andén había una larga caja rectangular caja forrada de tela blanca sobre la que alguien había escrito con gruesas letras mayúsculas con una brocha “Dead body”. Y nadie en la estación le prestó más atención que si fuera una mercancía. La muerte tratada con naturalidad, porque es más real para ellos que cualquier otra cosa en la vida, a diferencia de nosotros, que la ocultamos porque nos recuerda que es absurdo vivir como si no existiera. La India es otro mundo y no se puede comprender si no acudes allí con una mente abierta y decidida a dejar atrás los prejuicios.

El caso es que los dos viajes a la India me hicieron, en su momento, pensar en muchas cosas, empezando por lo absurdo que resulta que pensemos que somos el fiel de la balanza- Lo conté en uno de mis mis blogs, en el post "Extraños en Bombay" y que nos tomemos como referencia al juzgar a otros. A las pocas horas de llegar estaba en el puerto de Bombay, en la llamada “Puerta de la India”, en medio de una muchedumbre. Yo no paraba de mirar para todos lados. Aquellas mujeres vestidas con saris, en tal cantidad de colores que parecía imposible que todos aquellos matices existieran en realidad, las trenzas brillantes adornadas con flores naranjas, blancas, rosas; aquellos hombres altos y elegantes, con ropa tan blanca que hasta molestaba a la vista; milagrosamente no chocaban unos con otros, de forma que aquel movimiento no se detenía nunca. Yo nunca había visto tanta gente junta. Entonces se nos acercó una parejita y nos pidió permiso para hacernos una foto. Eran de un pueblo y estaban en la gran ciudad de viaje de novios. Al ver a aquellos extranjeros tan paliduchos y vestidos de aquella manera (vaqueros y pantalones de algodón, camisetas blancas, zapatillas de lona) no pudieron resistirse a llevar a sus conocidos una imagen de la gente tan rara que se podía ver en Bombay. Y entonces nos dimos cuenta de que allí los exóticos , los raros, éramos nosotros, y que mucha gente nos estaría mirando. A partir de ahí todo fue motivo para pensar mucho y para enfocar de otra manera lo que yo pensaba que eran certezas inamovibles.

He empezado mencionando a Dominique Lapierre, y es porque una información acerca de él me ha llevado a escribir este post. Me cae bien porque es un escritor que, habiendo vendido millones de libros, no se ha acomodado a lo fácil. Cada uno de sus libros le lleva varios años de documentación y miles de kilómetros recorridos. No tiene miedo a tratar temas espinosos, como el sida o las catástrofes causadas por la ambición de las grandes multinacionales. Y además tiene cedida una gran parte de sus derechos de autor, más lo que obtiene por artículos y conferencias, a las once ONG que ha puesto en marcha en la India en los últimos 25 años.


Hace algún tiempo, Lapierre y su mujer coincidieron en una cena con el modisto Givenchy que, al enterarse de sus proyectos y las necesidades de dinero que tenían, les regaló el famoso vestido de noche negro que Audrey Hepburn lucía en “Desayuno con diamantes”. Ellos pensaron que podrían sacar por el vestido ocho mil o diez mil euros, pero todas las previsiones se quedaron cortas. Hace unos meses, el vestido se subastó por 607.720 euros. Ahora han inaugurado una escuela y un centro para discapacitados en un pueblo de Bengala, además de otras diez escuelas y centros asistenciales que se pondrán en marcha próximamente.

Lo que me tiene descompuesta es pensar que alguien que puede gastarse 607.720 euros en un capricho no es capaz de dar ese dinero a cambio de nada, sino sólo recibiendo un traje que, aunque lo llevara Audrey Hepburn en una escena de la película, y se haya convertido en un icono, no deja de ser solamente un trozo de tela.




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