jueves, 14 de noviembre de 2019

Ponga un síndrome en su vida (1)

Los viajes son causa de muchas decepciones. Tenemos un primer grupo de decepciones formado por los engaños, estafas e incumplimientos de agencias de viajes, compañías aéreas, etc. En rigor, una gran parte de esas decepciones podrían ser evitadas, ya que en parte se deben a sostener contra todo pronóstico que en algunos sitios regalan duros, no ya a cuatro, sino a dos pesetas. Si un hotel sale baratísimo y al mismo tiempo promete un lujo excepcional, algo raro pasa; si un pasaje de avión cuesta la mitad que el mismo en otra compañía, la hora de salida del vuelo será altamente inconveniente, por ejemplo. En resumen, la acumulación de ese tipo de decepciones será directamente proporcional a nuestra ingenuidad. O también al hecho de que estemos firmemente convencidos de ser mucho más listos que el resto de los mortales. En ambos casos, culpa nuestra.

Un segundo grupo de decepciones tienen su origen en el hecho de viajar a un lugar en un momento inadecuado. No es lo mismo viajar a Grecia en agosto que en enero, o visitar la India en plena temporada de monzones. Si uno no puede escoger cuándo viajar debe sopesar los posibles inconvenientes y, en cualquier caso, no quejarse después. Me resulta sorprendente que año tras año haya gente empeñada en viajar al Caribe en fines de agosto o septiembre, y que luego se indigne por haber pasado las vacaciones encerrada en una habitación de hotel mientras fuera ruge un huracán. En el fondo, volvemos un poco a lo dicho anteriormente, o a ver si no por qué va a existir lo de temporada alta, media o baja, con enormes diferencias de precios.

En este grupo incluiría a los que se empeñan cada Semana Santa en ir a una playa española. Por supuesto que puede darse el caso de unos días espléndidos, pero hay que reconocer que es la excepción más que la regla, lo que no es de extrañar porque estamos al comienzo de la primavera, ni más ni menos. Cada año, en los telediarios, se ven imágenes de rostros compungidos de paseantes que deambulan por paseos marítimos arrasados por temporales, sintiéndose muy desgraciados porque no han podido sacar el bañador de la maleta. Estoy segura de que en el próximo puente de diciembre muchos españoles se lanzarán a las carreteras sin llevar cadenas, sin hacer caso de partes meteorológicos y ya tendremos el lío montado. Después, en lugar de hacer un poco de autocrítica padres de familia muy indignados echarán la culpa al gobierno por no rescatarlos de entre las placas de hielo y puertos de montaña impracticables. Un clásico de diciembre.

Un tercer grupo de decepciones se debe al hecho de no conocernos a nosotros mismos. Si somos de los que le hacen ascos a todo lo que no sean las croquetas de mamá, lo tenemos claro. Si nos gusta la bulla y el trasnoche, una casa rural en mitad de un valle de Cantabria puede no ser lo adecuado.

Hasta aquí se podría decir que de todas esas decepciones nosotros mismos somos los culpables, por no haber recabado la información necesaria o por empeñarnos en negar la realidad. Pero hay otras decepciones mucho más difíciles de evitar, que son las que nacen de la diferencia entre nuestras expectativas al planear el viaje y la realidad que nos encontramos. Por ejemplo, cuando has visto cientos de veces fotografías de un monumento o una obra de arte en un libro, y cuando lo tienes delante experimentas la desilusión de encontrarlo más pequeño, menos impresionante o no tan bonito como pensabas. A mí me sucedió con el interior de la catedral de Santiago, que me pareció bastante insignificante para lo que esperaba.

Eso, ni más ni menos, es lo que suele suceder con las ciudades más idealizadas por la literatura y el cine, y en su caso extremo da lugar al llamado “síndrome de París”. Está descrito en la literatura médica desde 2004 y parece ser que afecta sobre todo a los japoneses. Llegan a la ciudad con el tópico incrustado en las circunvalaciones cerebrales y se encuentran con la mala educación de sus habitantes y el individualismo que contrasta con el espíritu de grupo habitual entre ellos, y sufren un auténtico shock cultural. No debe tratarse de casos aislados, ya que la embajada japonesa dispone de un teléfono que atiende a estos casos las 24 horas del día, teniendo previsto incluso el ingreso en hospitales, y los hoteles más exclusivos proporcionan los servicios de psicólogos especializados. En la mayoría de los afectados los síntomas remiten con este primer tratamiento, pero más o menos una docena de japoneses al año deben ser repatriados rápidamente ante el estado de ansiedad y los ataques de pánico que sufren. Los casos más graves han desembocado incluso en intentos de suicidio.

Por la inactividad que he podido observar esta semana en los blogs que leo habitualmente intuyo que en el puente del 1 de noviembre muchos habréis estado fuera de casa. Espero que no os haya atacado ningún síndrome allá donde hayáis estado pero, en cualquier acaso, os ofrezco también la idea como coartada laboral para alargar unos días más las vacaciones.

Creo que este tema de los síndromes va a dar para mucho, así que voy a abrir una nueva categoría con este título.

No hay comentarios:

Publicar un comentario