lunes, 11 de noviembre de 2019

Carmina en la selva

En un post ya pasado relaté como, después de una tontería que podía haber terminado en tragedia, me prometí tener más cuidado y no dejarme llevar por impulsos que me podían costar un disgusto. Hoy quiero constatar, una vez más, que no tenemos remedio y caemos una y otra vez en los mismos errores. Sirva este post también para pedir disculpas a mi ángel de la guarda, al que he hecho trabajar horas extraordinarias.

Hoy veo claramente que después de aquel viaje por Egipto no dejé de correr riesgos innecesarios, sobre todo viajando por Oriente Medio. Prometo que en el momento yo no veía el peligro, porque no tengo tendencias suicidas en absoluto. Es observando en la distancia que dan los años cuando veo el peligro de muchas de aquellas situaciones. En mi descargo puedo alegar que no estaba sola, sino acompañada (y arrastrada) por un manojo de locos inconscientes como yo, que hubiéramos hecho un bonito grupo de cadáveres: treintañeros, cultos, viajeros experimentados, sofisticados y moderadamente atractivos.

Pero mi relato de hoy trata de otro viaje,   un viaje que hice sola a Guatemala (1.998). Hacía ya años que deseaba ir a ese país y no tenía paciencia para esperar a que alguno de mis amigos estuviera dispuesto a acompañarme, así que lo organicé todo para una Semana Santa y me marché sola.

No voy a contar ahora mi recorrido por las preciosas ciudades coloniales, la experiencia de cruzar un lago rodeado de volcanes o lo que se siente cuando por primera vez el suelo tiembla bajo tus pies, y las personas que comparten tu mesa del desayuno, aterrorizadas, se meten debajo de la mesa, sino una excursión a un sitio arqueológico maya llamado El Ceibal, dentro del parque natural del mismo nombre.

El viaje tenía para mí varios focos de interés: las ciudades coloniales del altiplano y las ruinas mayas del Petén, la más conocida de las cuales es Tikal. Pero como estaba segura de que Tikal estaría más concurrida que EuroDisney, cuando se me planteó la posibilidad de visitar el yacimiento de El Ceibal, mucho más desconocido porque todavía está en excavación, y con muy pocos visitantes, acepté encantada.

Llegué a Santa Elena, a un aeropuerto pequeñísimo, y allí me esperaban un guía y un conductor con un todo-terreno estupendo. El guía me comentó que nuestro destino estaba a varias horas, así que era mejor salir directamente y no perder un tiempo precioso pasando antes por el hotel. Me pareció bastante lógico y salimos directamente desde el aeropuerto, por una carretera sin asfaltar, aunque en bastante buen estado. Después de dos horas, llegamos a Sayaxché, a orillas del Río de la Pasión.

Sayaxché era un villorrio a la orilla del río. Allí dejamos al coche y al conductor (un tipo bastante taciturno que no había abierto la boca en dos horas), y nos embarcamos en una barquita provista de un motor fuera-borda para remontar el río en un trayecto que duró una hora.

Sayaxché


Desembarcamos en la orilla opuesta, completamente cubierta de vegetación hasta la misma orilla. Aquella es zona de bosque tropical húmedo (yo lo llamaría directamente selva). Ante nosotros, un estrecho sendero, algo embarrado y resbaladizo que subía en una cuesta bastante empinada a través de la selva. Después de unos 20 minutos andando, por fin llegamos al yacimiento. En todo el camino no nos habíamos cruzado con nadie, y entonces fue cuando pensé:

a) que estaba lejísimos de cualquier parte (a tres horas y media, más o menos, en coche, barco y a pie. Y con un río bastante ancho por medio);

b) que por allí no había ni un alma;

c) que nadie sabía que estaba allí, porque ni siquiera había pasado por el hotel a registrarme y a dejar mi equipaje, así que nadie podía echarme de menos, por lo menos durante unos días, si pasaba algo;


d) que yo no podía asegurar que aquella gente fuera realmente lo que decía ser;


e) que para aquella gente tan modesta, lo que yo llevaba encima (dólares, tarjetas de crédito, documentación, dos cámaras de fotos muy buenas) podían representar el sueldo de varios años.

Y entonces sentí miedo. Por primera vez en muchos años de viajes, sentí miedo.

La verdad es que el pobre muchacho que era mi guía no tenía un aspecto siniestro ni mucho menos, pero mientras me hablaba sobre las estelas mayas yo no podía dejar de montarme una película en la cabeza. Aquella visita se me hizo larguísima, y respiré aliviada cuando terminó y comenzamos a bajar el senderito hacia el río. Allí nos esperaba la lancha, y volvimos a hacer el recorrido por el Río de la Pasión (¡Madre mía, cómo suena eso!) en dirección contraria.

Mi guía sacó de su mochila nuestro almuerzo (huevos duros, unas empanadas rellenas de carne y fruta) y comimos en la lancha mientras volvíamos a Sayaxché. Ya para entonces estaba más relajada, porque me había convencido a mi misma de que si hubiera tenido intención de darme un cascamazo en la cabeza para robarme el sitio ideal hubiera sido El Ceibal, allí, en mitad de la selva y sin testigos, así que empecé a disfrutar de la excursión, de la comida, de la vista del río y de todo. El coche y el conductor estaban en el mismo sitio donde los dejamos, y emprendimos el regreso por carretera.

El río de la Pasión




Cuando me dejaron en mi hotel, que era bastante lujoso y tenía una pequeña sala con dos ordenadores y acceso a Internet a disposición de los clientes, corrí a escribir un e-mail a mis amistades, con la excusa de contar mi excursión de aquel día. Pero en el fondo creo que lo que yo quería es que alguien supiera con exactitud donde estaba, y donde iba a estar al día siguiente, por si las moscas.

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