lunes, 14 de septiembre de 2020

Encerronas

Yo tuve una época en la que todos los tarados de los alrededores se enamoraban de mí. Prefiero no detenerme a pensar qué es lo que podía atraer a tal cantidad de gente rara y repulsiva. Para mi tranquilidad espiritual, fingiré creer que siempre sucede lo que en las películas: que el psicópata horrendo y asqueroso siempre se fija en la chica monísima.

No vayáis a creer que estoy exagerando. No soy una persona cruel, inhumana o despiadada. Cuando digo que eran tarados, raros y repulsivos estoy simplemente definiendo. Además, en general fueron muy insistentes. No se conformaron con un mensaje clarito de “aquí no tienes nada que hacer”, sino que algunos recurrieron además a estratagemas tan burdas que encima me sentí ofendida porque de aquello parecía desprenderse que me consideraban estúpida, y porque solicitaron y obtuvieron la colaboración de personas de mi confianza.

El primer caso fue Guillermo, y además no me molesto en cambiar el nombre como justo castigo a su comportamiento. Si alguien lo reconoce, no me importa lo más mínimo. Se lo merece.

Guillermo era feo, el tío más feo que yo he conocido nunca. Tenía la cara tan estrecha que los ojos los tenía a los lados, como un pescado. Era calvo, pero en aquellos tiempos todavía no estaba de moda llevar la cabeza rapada, y usaba un peluquín gris que daba una grima horrorosa. Era enclenque, y el cuello de la camisa le quedaba inmenso. Su pescuecillo era como el de un pollo, no se comprendía cómo podía sostener un cabezón enorme. Seguramente si se hubiera arreglado de otra forma habría tenido mejor aspecto, pero el peluquín, un bigote grande y la ropa que llevaba parecían escogidos para darle un aspecto ridículo. En una ocasión se empeñó en acompañarme a una fiesta de Carnaval, y terminé asegurándole que no iría. Por supuesto, yo fui y él,  acostumbrado a mis escaqueos, no se lo creyó y se presentó disfrazado nada menos que de El Zorro (los complejos no iban con él). Me pasé toda la noche escondiéndome de un lado para otro.

Guillermo no parecía cortarse ni un pelo, a pesar de todo, porque perseguía a todas las chicas con una pesadez que daban ganas de asesinarlo. Cualquiera que se le cruzara le servía. No tenía preferencias en cuanto a físico o carácter. Aunque le dijeras a las claras que no te llamara más, seguía insistiendo como si tuvieras la obligación de prestarle atención. Es verdad que hay hombres que piensan que porque se han fijado en ti, tú ya tienes la obligación de corresponderle, pero creo que este además utilizaba su fealdad y lo ridículo de su aspecto para hacerte sentir como si fueras una racista o algo así si no querías salir con él. Conmigo no coló, porque en nunca me he sentido obligada a sacrificarme en el altar de nadie compensándolo por el hecho de ser feo o desgraciado.

El caso es que llamaba a mi casa a todas horas, constantemente. Llegó un momento en que no cogía el teléfono porque ya no podía soportarlo más. Mi madre cogía el teléfono y filtraba las llamadas para mi. y no sabía cómo hacérselo comprender sin decirle a las claras todo lo que pensaba de él. Mi madre pensaba que yo era una exagerada, y decía que era imposible que fuera tal como yo lo describía y que le daba pena. Hasta que un día en que las dos íbamos de compras, nos lo cruzamos de pronto en una calle. Estaba tan cerca que no me dio tiempo de advertir a mi madre, y me limité a bajar la cabeza y a mirar al suelo mientras andaba. Mi madre, sin que yo le hubiera avisado, comprendió inmediatamente que aquel tipo debía ser Guillermo, e impresionada por su aspecto se quedó boquiabierta mirándolo mientras se cruzaba con nosotras. En cuanto pasó, no tuve más que decir que sí con la cabeza y nos comprendimos sin palabras. Me aseguró que no había exagerado en absoluto.

Como mi madre tampoco tenía ya contemplaciones con él cuando llamaba por teléfono, recurrió a otro plan. Cuando yo estaba en mitad de la carrera llegó a mi clase una chica que había empezado a estudiar en Granada, pero se casó y se vino a vivir a Cádiz, por lo que se incorporó a mi clase en 3º. Nos hicimos bastante amigas, y su marido también me resultaba muy simpático. Un día me dijo que estaba sola porque él estaba en un viaje de trabajo, y que me invitaba a comer en su casa.

Lo estábamos pasando bastante bien, cotilleando sobre todo el mundo en la Facultad, cuando sonó el timbre. Ella fue a abrir la puerta y entró al salón con… Guillermo. Resulta que era primo del marido, y el tema de la invitación a comer estaba preparado para que me cogiera allí por sorpresa. Si aquello hubiera pasado en estos tiempos estaríamos hablando de acoso, seguramente. Yo me limité a levantarme y, sin dirigirle la palabra a Guillermo me despedí de mi amiga, le di las gracias por la comida, y hasta el día de hoy. Aquella tontería acabó con nuestra amistad. A los pocos meses me marché a Sevilla a continuar la carrera y lo perdí de vista. O eso creía yo. En el Colegio Mayor vivía también una antigua compañera de colegio y un día, viendo fotos, aparece en una el monstruito. Resulta que también era primo de esta niña. Yo me puse como una hidra y le dije que si lo veía aparecer por allí formaba un escándalo. Y, efectivamente, Guillermo le había propuesto aparecer por allí con la excusa de verla a ella para volver a encontrarse conmigo. Afortunadamente no llegó a hacerlo porque esta chica le advirtió.

La otra encerrona ocurrió algunos años (no muchos) después. Yo ya estaba en el Museo y llegó por allí un chico rarísimo, que no hablaba nada y tampoco te miraba a la cara directamente. De hecho, inclinaba la cabeza como si estuviera mirando al suelo, pero luego te miraba medio de refilón, con una expresión de psicópata total. Yo lo comentaba con el resto de la gente, y todo el mundo me decía que con los demás no era así, que era simplemente tímido.

La criatura, que se llamaba Luis, era de ese tipo de personas que parece que no les corre la sangre por las venas, muy lento en todo, y sin expresión en el rostro. Si lo veo de personaje en una película de crímenes apuesto por él como asesino loco desde la primera escena. Este no me decía nada, pero me seguía por todas partes con esa mirada y ese silencio. Además, cuando le explicaba cómo tenía que hacer algo daba la impresión de que no entendía nada, como si tuviera la cabeza en otro sitio.

Un día, una de las secretarias, que era una señora ya mayor a punto de jubilarse, me dice que ha quedado a media mañana con un abogado en el bar del Hotel Atlántico y que por favor la acompañe, que le da apuro ir sola. Llegamos al lugar y esperamos tomando un refresco. A los cinco minutos llega Luis… ¡con su padre! Por lo visto habían preparado todo eso para que el padre me conociera. Aquello ya me pareció demasiado y no habían hecho más que sentarse a nuestra mesa cuando le dije a la secretaria que ya que estaba acompañada, yo me marchaba, que tenía mucho que hacer. Y los dejé a todos con un palmo de narices. Más tarde en el Museo les monté a los dos un pollo de mucho cuidado.

Pasé todavía un tiempo preguntándome con angustia por qué se fijaban en mí aquellos tipos tan raros. Hubo todavía algún otro, pero por lo menos no hubo más encerronas.

3 comentarios:

  1. Leñes... Yo también me he topado con tipos raros, pero me ganas por goleada.
    Besos

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  2. Por Sevilla no llegó a aparecer, no?

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    Respuestas
    1. Concha, te contesto por correo, que no quiero dejar aquí puesto el nombre de su prima, nuestra compañera. No, al menos por el Colegio no apareció.

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