Es curioso que cuándo nos aburrimos de tomarnos sofocones por cosas realmente importantes pasamos a montar auténticos números de circo por asuntos que en realidad importan a cuatro gatos (por ejemplo, quién nos va a representar en un bodrio llamado Eurovisión que casi nadie ve) o nos rasgamos las vestiduras por temas sobre los que sabemos positivamente que luego NO VA A PASAR NADA, como es el tema del boicot o no boicot a las Olimpiadas. Porque en la cuestión olímpica lo realmente importante es que todo el mundo gana dinero: ganan los que construyen las mega-instalaciones necesarias, ganan los deportistas (sobre todo a cuenta de la publicidad), ganan las marcas de ropa deportiva, ganan las marcas comerciales de cualquier cosa, ganan las televisiones de todo el mundo, y gana hasta el Tato. Y los que no ganan en moneda de curso legal, ganan en especie, a base de comilonas y viajes a los que apuntan hasta al cuñado que les cae fatal.
A mí lo que me tiene con el alma en vilo no es si tal o cual país va a boicotear el evento, o si a la antorcha la apagan unos exaltados al pasar por Benalup de Sidonia (como si eso sirviera para algo), sino cómo será de horrible esta vez la ceremonia de apertura. Con el recorrido vital que una lleva ya a sus espaldas está casi convencida de que no hay forma humana de hacer algo más hortera y aburrido que lo que llevamos visto, aunque supongo que tratándose de China, todo es posible. Es de esas cosas que puedes prácticamente profetizar sin mucho temor a equivocarte: esos dragones sinuosos con miles de chinitos debajo, farolillos de papel, decenas de miles de chinitas vestidas de colores chillones haciendo esa especie de tablas de gimnasia que me traen a la memoria aquellas celebraciones del 1 de mayo de los 60 que nos tragábamos en el Nodo antes de la película. Y mucha pirotecnia, por supuesto.
Hago una salvedad. El numerito del encendido de la llama de Barcelona estuvo original y emocionante, fuera auténtico o ful. Pero aparte de ese detalle, todas las ceremonias de apertura que me he tragado a lo largo de mi vida en la esperanza de ver algo distinto han parecido calcadas unas de otras, y algunas pasando ya la raya del ridículo.
Hasta 2004. En esos días andaba yo por Escocia, y la tarde del comienzo de las olimpiadas me encontraba en un hotelazo de lujo (St. Andrews Bay Golf Resort, cinco estrellas) que está dentro del famoso campo de golf de St. Andrews. Por que os hagáis una idea, fue el lugar que Kevin Costner eligió para su viaje de novios en su segunda boda. No tengo ni idea de porqué aquel viaje incluía aquel hotel, porque no era un viaje especial para aficionados al golf ni nada parecido. Eso sí, los paisajes eran maravillosos, y siempre se agradece pasar aunque sea una noche en un hotel tan lujoso.
Había llegado al hotel a media tarde muerta de cansancio, y aquella enorme cama con su fantástico edredón me llamaba a gritos. Me eché un rato y puse la televisión, y justo empezaba la retransmisión de la ceremonia de apertura de los juegos de Atenas. Y por fin pude ver algo de este tipo que me gustó. El desfile de aquella especie de carrozas donde se escenificaban desde los frescos de los palacios de Creta hasta las leyendas de la mitología, la caracterización de los participantes, que parecían completamente estatuas griegas, el vestuario, la escenografía, todo me pareció precioso.
A la hora de la cena bajé al comedor y me encontré cenando sola en una mesa, frente a otra mesa donde, de cara a mí, cenaba también solito un macizorro impresionante. Me pasé todo el primer plato dándole vueltas a por qué me sonaba tanto aquella cara. Seguro que lo que comí era algo exquisito pero no puedo ni recordarlo. Sabía que conocía a ese fulano de algo y no podía apartar los ojos de él. Me venían a la cabeza constantemente las imágenes de lo de Atenas que había visto un rato antes, pero esa mezcla me liaba todavía más.
Por fin, a mediados del segundo plato, caí en la cuenta. El tipo era Kevin Sorbo, el protagonista de una serie llamada Hércules que algunos años antes era la preferida de mi ahijado y sus dos hermanos, que me hacían grabar cada episodio y verlos tres o cuatro veces con ellos, todos apretados en el mismo sofá, como a ellos les gustaba. La serie era horrible, pero no tengo más remedio que reconocer que yo tuve parte de la culpa de aquella afición infantil, porque desde que eran muy pequeños los llevaba al museo donde trabajaba, y les contaba todas las leyendas de la mitología clásica. Y siendo en Cádiz, claro, las historias de Hércules se llevaban la palma. A lo mejor por eso, en mi esfuerzo por reconocerlo se mezclaba inconscientemente con todas aquellas imágenes vistas en la tele un rato antes sobre Grecia y sus leyendas.
Hay que reconocer que el chico (no tan chico, es un año mayor que yo pero estaba muy bien conservado) era guapísimo. Me costó un rato reconocerlo, porque llevaba el pelo más corto que en la serie, y con unos vaqueros y una camiseta azul estaba mucho más guapo que enseñando toda aquella cantidad exagerada de músculos. Cuando por fin logré identificarlo me pasé el resto de la cena dudando si acercarme a pedirle un autógrafo para los niños. Al final no me atreví, y eso que, percatándose de que éramos los únicos del comedor que cenábamos sólos, una de las veces que cogió la copa de vino para beber un sorbo me sonrió y la levantó en mi dirección en una especie de brindis.
¡Qué lástima de cena! Posiblemente una de las mejores que tomé en mi vida y no consigo acordarme de nada de lo que comí. Un auténtico desperdicio.
En fin, que por una u otra cosa creo que no me olvidaré de aquella ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Pero pensando en Pekín, me temo lo peor. No dudo de que se van a gastar un pastón, pero tengo la impresión de que el aspecto general me va a recordar más bien la mezcla de aquellos festivales franquistas con los Coros y Danzas actuando en el Bernabeu con la decoración de un restaurante chino de los cutres. Espero equivocarme.


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