domingo, 1 de septiembre de 2019

60. Bee, el corderito travieso

Cuando yo era pequeña no se publicaban tantísimos libros como ahora. Ni para mayores ni para niños. La sección de libros infantiles en cualquier librería era bastante pequeña y, desde luego, los libros tenían un aspecto muy diferente. No había libros impermeables que se pudieran mojar, ni libros consistentes en seis páginas de cartón de cinco milímetros de espesor cada una, ni libros con sonidos, ni libros de pegatinas, ni libros-juego. Los libros eran nada más que libros, para niños que supieran leer y que usaran los libros como se usaba normalmente un libro. No eran para mojarlos o recortarlos. No se hacían para que un bestia destrozón de dos años pudiera hacer añicos con él un juguete de otro hermano (sin peligro para el libro). Los tratabas con cuidado, y los guardabas durante años, completando colecciones que luego pasaban a tus hermanos más pequeños.

Ahora los niños tienen libros en sus manos antes de que sepan siquiera hablar. Pueden abrirle la cabeza al compañero de guardería con esos tochos de cartón de seis páginas, pueden tirarlos dentro de la piscina con la alegre inconsciencia de quien no sabe lo que está haciendo ni para qué sirve ese artefacto que le han puesto en las manos. Ahora los niños tienen muchos libros, aunque les han perdido todo el respeto. La sobreabundancia de libros y el hecho de que no haga falta saber leer para jugar con ellos ha traído ese resultado inesperado. Los niños meten los libros en el agua, pero no los leen. No me extraña. ¿Cómo va a dedicarse a leer en la piscina un niño que no es capaz de leer en la cama? ¿Por qué tratar un libro con cuidado si desde que tienen un año se han acostumbrado a tratarlos a golpes porque a esa edad no los distinguen de cualquier otro juguete?

Puede que de pequeños los libros les hagan cierta gracia, pero enseguida se les pasa. Siempre que se pueda y no haya que devolverlos a los colegios a fin de curso se organizan grandes juergas para quemarlos en hogueras celebradas con risotadas y bailes. Y, por supuesto, antes que leer uno se preguntará si no se ha hecho todavía la película, por si se puede evitar la desagradable obligación.

Yo también tuve mi primer cuento antes de saber leer. Pero precisamente porque todavía no sabía leer no lo dejaban en mis manos para que lo pintarrajeara o arrancara sus páginas, y de paso aprendiera que para eso servían los libros. No era nada del otro mundo, uno de esos cuentos troquelados que valían cuatro gordas, con unas tapas de cartulina muy fina que no resistían nada. Pero tenía unos dibujos preciosos, de Ferrándiz. Se llamaba “Bee, el corderito travieso”, y estaba escrito en verso. Mi abuelo me lo leía una y otra vez, y de tanta repetición y ayudada por la rima, me lo aprendí de memoria. Era capaz de recitarlo como un loro, aunque siempre decía “Doña rama” en vez de “Doña Rana".

Un elemento importante de la historia era un cencerrito que Bee llevaba colgado del cuello, gracias al cual salvó la vida. Y del cuello del corderito dibujado en la portada colgaba, con una cintita de raso rojo, un cencerrito plateado de verdad. Ya estaba en la universidad y todavía conservaba mi cuento, con su cintita en el mismo sitio y su cencerrito intacto, con sus páginas sin pintar ni arrugar.

Entonces, en una mudanza, Bee se perdió. Hubiera preferido mil veces que se hubiera perdido mi tocadiscos o cualquier otra cosa valiosa que yo tuviera entonces, que no debían ser muchas porque no puedo recordar ninguna. Pero fue Bee el que se perdió. Y durante muchos años pensé que era algo irrecuperable, hasta que en 1989 vi otro ejemplar en un escaparate.. Un año antes habían vuelto a publicarlo y no era exactamente como el mío, porque no llevaba cencerrito, pero por lo demás era idéntico, con el mismo tamaño, tipo de letra y dibujos. Ni que decir tiene que lo compré inmediatamente (el segundo Bee costó 95 pesetas, según la etiqueta que todavía tiene puesta), y aquí lo tengo en mi librería, justo a mi lado.

La moraleja del cuento de Bee era “Lo que no quieras para ti, no quieras para los demás”. Y la que a mí me sugieren las librerías de hoy es que si haces libros que se puedan tirar al agua o al suelo, es allí donde acabarán.

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