En uno de esos recorridos, cuatro chicas nos acercamos al barrio chiíta de Khadimiya, y pasamos gran parte de la mañana recorriendo el mercado. Recuerdo que nos impresionó la gran cantidad de joyerías, con escaparates tan cargados de oro que no se podían mirar sin ponerse unas gafas de sol.
Mezquita Khadimiya, Bagdad |
En una plaza encontramos la gran mezquita chiíta de Bagdad, y se nos ocurrió que teníamos mucha curiosidad por conocerla por dentro. En la plaza, en una especie de quiosco abierto, un montón de velos negros colgaban de unas perchas, por si alguien lo necesitaba para entrar. Desde la primera vez que viajé a Siria y tuve que usar uno de esos velos (con bastante aprensión por mi parte) para entrar en la mezquita de Damasco, yo llevaba a todos estos viajes el mío propio, siempre guardado en la mochila. Las otras tres no lo tenían, por lo que no tuvieron más remedio que coger uno de los que estaban allí colgados.
Decidimos que si nos tapábamos bien la cara y hacíamos lo mismo de todo el mundo nadie tenía por qué darse cuenta de quiénes éramos. Con la imprudencia que da la juventud nos unimos a la multitud que entraba. Al llegar a las puertas, nos fijamos en que todo el mundo las besaba con fruición (en la foto), y nosotras no íbamos a ser menos. Además, teníamos a la gente demasiado cerca y no nos atrevíamos a fingir, así que realmente pegamos los morros a la puerta con toda nuestra alma. Después de un paseíto por el interior, y con la intranquilidad de que alguien nos descubriera, no nos entretuvimos mucho y volvimos a salir.
Nos pasamos los días siguientes mirándonos al espejo con toda atención, casi esperando el momento en que los labios se empezaran a poner negros y se cayeran a trozos. Por lo tanto, y a pesar de lo sabio que se dice que es el refranero, hacerle caso también tiene sus riesgos.
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