miércoles, 28 de agosto de 2019

10. Almuerzo en el país de las mil y una noches

Era el año 93, y estaba recorriendo el Yemen con mi grupo de amigos viajeros (ver el post Noche de luna llena en Agra). Viajábamos en coches todo-terreno, en cada coche un conductor y cuatro pasajeros. Después de una noche alucinante pasada en un lugar llamado Al-Kawka (que contaré en otra ocasión), cubrimos la distancia entre Al-Kawka y Moka conduciendo por la playa. ¡Pero hablo literalmente! Es decir, los coches iban por la arena, por la misma orilla (en otras ocasiones íbamos por lechos secos de ríos o, simplemente, campo a través; nunca en mi vida había hecho tantos kilómetros sin usar carreteras).

A mi lo de Moka me sonaba a Las Mil y una Noches. Sabía que el puerto de Moka le había dado nombre al café, por su gran calidad; que desde allí salía de Arabia para el resto del mundo… Y cuando llegamos nos encontramos con un villorrio de calles desiertas, azotado por el viento.



Al parecer, el mejor sitio que había para comer era una especie de barracón donde hacía un calor infernal (me parece recordar que el techo era de uralita). Cuando nuestro guía habló con el “maitre”, éste agrupó a todos los paisanos y nos despejó varias mesas. Acto seguido, las cubrió con hojas de periódico (eran los manteles), y puso en cada mesa una botella de agua mineral y una caja de Kleenex. Y eso fue todo. En ese punto ya estábamos con la risa floja, aunque todavía aguantábamos un poco porque no queríamos ofender a los ¿mokitas? (¿o mokanos?).

Al poco rato nos trajeron una fuente enorme de aluminio con un pescado asado. Ya para entonces habíamos entendido que no había cubiertos, ni platos, ni servilletas… Así que con las manos fuimos cogiendo trozos del pescado y pasándonos la botella de agua. Tengo que reconocer que el pescado estaba buenísimo, aunque sería incapaz de identificarlo.

Pero aquello no podía acabar así, no señor. Tenía que pasar algo más que acabara con la brizna de autodominio que nos quedaba. Y la apoteosis llegó en forma de una cabra enorme de color blanco que entró por el “restaurante” como Pedro por su casa y se fue derechita a la fuente donde permanecían los restos de nuestro pescado. La cabra metió la cabeza entre dos de las personas que yo tenía enfrente, y comenzó a zamparse lo que quedaba, ante la total indiferencia del resto del personal, lo que nos hizo pensar que era cliente habitual del establecimiento. Ahí sí que soltamos ya la carcajada, y no paramos de reirnos hasta que salimos.



Por cierto, en el exterior vimos como se fregaban los cacharros. En la misma orilla, un chiquillo frotaba las fuentes grasientas con puñados de arena húmeda y luego las enjuagaba en el agua del mar. Nada de detergente ni tonterías.



No hay comentarios:

Publicar un comentario