viernes, 30 de agosto de 2019

32. Los bufones de Felipe IV

A todos, en algún momento mientras contemplábamos los cuadros de Velázquez, se nos ha venido a la cabeza un sentimiento de indignación contra esas personas que tenían a enanos, deformes y retrasados mentales para que les divirtieran. Todos hemos considerado la gran suerte que hemos tenido al nacer en esta época, después de unas revoluciones que han debilitado a esas clases sociales hasta el punto de imposibilitarles ejercer su genética maldad.



Apartemos los ojos de esas inimitables pinturas y volvamos a mirar a nuestro alrededor, y veremos cuan equivocados estamos. La crueldad que supone la utilización de los defectos o las particularidades físicas para divertirse no ha desaparecido nunca y ha propiciado durante muchas décadas espectáculos tan deplorables como el de “El bombero torero”, disfrutados especialmente por el pueblo llano. Vamos, que en cuanto han tenido a mano un enano del que reírse, han aprovechado la ocasión. Hasta el tonto del pueblo. Así, vemos que la crueldad y la insensibilidad ante la desgracia ajena no es patrimonio de una clase social o de un nivel económico determinado.

Ahora volvemos a tener para nuestra distracción todo un repertorio de pobres desgraciados cuyas miserias mostramos, con las posibilidades de los actuales medios de comunicación. Los fotógrafos intentan con empeño (y frecuentemente violando las leyes) obtener fotos de Fulanita mientras está en sus horas más bajas, ingresada en una clínica de desintoxicación o psiquiátrica. La masa que las contempla se consuela por este medio de su triste vida pensando, con cierta satisfacción, que “los ricos también lloran” (título de una telenovela de hace un montón de años). Los periodistas, en previsión de que el chollo se acabe demasiado pronto, buscan otros personajes tangenciales a esa historia para prolongarla todo el tiempo que sea rentable. Si hay que enviar a un periodista a Houston para que nos retransmita la supuesta agonía de Rocío Jurado, aunque la familia desmienta que se esté muriendo, se envía. ¡Faltaría más! ¡Será por dinero…! Convendrán ustedes conmigo en que el asunto lo merece. Y además el tío, micrófono en mano, se muestra tan orondo y satisfecho que da la impresión de que está dando la exclusiva de la noticia más trascendente de este siglo.

Vuelta al plató de televisión, cambiamos de tema. Una batería de “periodistas” se enfrenta a una chica que tiene el increíble curriculum de haber intervenido con tres frases en un episodio de una serie española, haber cenado “a escondidas” con un futbolista conocido, y poco más. Y el diálogo que se produce podría ser de la siguiente manera:

– Periodista (con cara inocente): Y ¿por qué no te has hecho un reportaje de fotos en la playa, como Ana Obregón o Norma Duval?

– Famosilla: Es que… a mí no me gusta la playa porque el sol me sienta mal. En las vacaciones prefiero hacer montañismo.

– P: ¡Mentira! ¡Lo que pasa es que en el año 2000 te hiciste una operación de estética que salió mal y desde entonces tienes una tercera teta encima del ombligo!

A la famosilla empieza a temblarle la barbilla, a punto de llorar, y protesta debilmente.

– P (lanzándose hacia delante, a punto de comerse a la famosilla): ¡Y la operación salió mal porque el doctor Perengano estaba con una borrachera tremenda cuando te operó! ¡Aquí están las pruebas! (y enarbola una foto de la tercera teta, que muestra a las cámaras).

La famosilla ya llora abiertamente, el público del estudio aúlla como la multitud en el circo romano. Si se puede, se enfoca al rostro de la madre de la famosilla, que está entre el público, para que se vea cómo le afecta la cosa.

– F (intentando defenderse): ¡Esa foto no es mía!

– P: ¡Sí que es tuya! ¡Nos la ha dado una enfermera que estuvo en esa operación!

La multitud aplaude, abuchea, ruge…, lo que le pide el cuerpo.

Entonces se ve una figura en contraluz que, con la voz deformada electrónicamente, asegura ser la susodicha enfermera, y certifica que ella lo vio todo. Para justificarse, dice que por qué va a mentir, que qué gana ella con esto (exactamente 5.000 euros; si hubiera hablado con la cara descubierta, 7.000 euros, pero esto no lo dice nadie). A la pregunta de por qué ha callado durante seis años, la enfermera comenta que ha sido por miedo. Al fin y al cabo, el doctor Perengano es el cuñado del torero Menganito de Segovia, y ya se sabe que esta gente tiene mucho poder. Ella ha temido por su vida y ha llevado una tremenda lucha interior, hasta que su sentido de la responsabilidad y su ética la han impulsado a dejar todo al descubierto. El periodista casi llega a proponer a la enfermera para el Nobel de la Paz, para agradecer su inestimable aportación a la sociedad, y remata con la consabida frase de que todos tenemos derecho a saber.

Ya tienen dos programas más asegurados, uno con el médico y otro con el cuñado torero. Y luego ya se verá. Puede que mientras tanto surja algún antiguo novio de la chica.

Ustedes aducirán que no les da tanta pena de estos personajes, desde el punto y hora que ellos van encantados a estos programas, y además cobran un dinero. Es verdad, pero esa no es la cuestión que yo planteo, sino cómo disfruta el público viendo como un cantante reconoce entre sollozos que de pequeño maltrataba a su madre, oyendo a una presentadora de televisión relatar los morbosos detalles de la gravísima enfermedad que padece, o comparando con fotos quién está más deteriorada, la actriz Sutana cuando le dio el coma etílico, o la marquesa Fulana, cuando la atropelló sin querer su hija con el todoterreno (aunque en realidad no fue sin querer, se sugiere sibilinamente; ya se sabe que la hija estaba resentida con la madre porque le había birlado un novio).

Si esa maruja de aspecto inofensivo y ese viejecito de la residencia de ancianos que asisten a la grabación del programa hubieran sido en la corte de Felipe IV los duques de Tal, ¿de qué hubieran sido capaces por distraerse de su aburrida vida?



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