miércoles, 28 de agosto de 2019

16 ¡Maldito Indiana Jones!

La sección española de Amnistía Internacional ha presentado, como cada año desde hace un lustro, un informe en el que arremete contra los videojuegos. En esta ocasión denuncia la falta de implicación del Gobierno de España en la regulación de videojuegos con contenidos no recomendados para menores y en aquellos clasificados para mayores de 18 años, en los que se desarrollan temáticas que banalizan las violaciones de los derechos humanos.

AI sostiene que ninguno de los métodos de regulación que se emplean en España garantiza el cumplimiento de la responsabilidad de proteger a los menores que el Gobierno español adquirió con la firma y ratificación de la Convención de los Derechos del Niño y otros tratados internacionales.

Carlos Iglesias, secretario general de aDeSe (Asociación Española de Distribuidores y Editores de Software de Entretenimiento) sostiene que “el videojuego es como el cine, un elemento de ocio audiovisual, y cualquier legislación que se aplique a los videojuegos debe aplicarse al cine. Tan imbricados están juegos y películas que cada vez se hacen más peliculas de juegos y viceversa. Al cine no se le considera un producto peligroso, y nosotros tampoco lo somos”.

Hasta aquí la noticia publicada ayer. Por supuesto, las reacciones de los aficionados a los videojuegos no se han hecho esperar. Uno de ellos dice que entonces habría que prohibir también los muñequitos de Playmobil y Famobil porque con ellos también se puede jugar a torturar, humillar y matar. Otro aporta el dato de que él y su novia se hartaban de reir con el juego “GTA San Andreas” pegando una paliza a una prostituta para robarle y así mejoraban sus posibilidades en el juego, y eso no significa que sean capaces de hacerlo en la vida real. “En realidad no pegábamos. Sólo ejecutábamos un trozo de código”, termina diciendo el tal.

Como no soy entendida en la materia, no me siento con autoridad para asegurar que películas y videojuegos puedan hacer de cualquier persona un maltratador, un asesino o un terrorista. Pero he sido testigo de cómo tres películas y sus secuelas en videojuego han sido capaces de llenar de porquería la que para mí es la profesión más interesante del mundo (y muy sacrificada, además).

Cuando, después de siete años de dedicación a la arqueolgía, empecé a trabajar en la enseñanza, con frecuencia llevaba a mis alumnos a visitar el Museo donde pasé seis de esos años. Con muchísimo orgullo los llevaba por aquellas salas, algunas de las cuales eran un proyecto totalmente personal, desde la elección de las piezas expuestas, hasta la ubicación de las vitrinas, o la redacción de los rótulos. Les explicaba todos los pasos de la excavación, desde los preliminares, que con frecuencia se desarrollaban en una biblioteca, hasta los largos meses de limpieza, restauración, inventarios, dibujo de piezas y planos, fotografía, redacción de una memoria…, pasando por las prisas de una excavación de urgencia, en la que te sientes como el héroe de la película de acción desactivando la bomba a la que le quedan 14 segundos para estallar, sólo que tus enemigos no son científicos locos ni malvados espías, sino empresas constructoras, dueños de canteras, operarios diversos, arquitectos, cooperativas de viviendas, etc.

Y cuando, ante algunas vitrinas, señalaba una pieza concreta y contaba cómo la encontré, invariablemente oía la misma pregunta: ¿Y por qué no te la quedaste? Venía entonces el razonamiento de que si me hubiera quedado esa pieza, ellos no podrían estar viéndola. Lo que, por supuesto, no tenía ningún peso en su ánimo. Venía después la explicación de que en España existe la Ley de Patrimonio y que, por narices, estamos obligados a cumplirla, como cualquier otra ley; o el hecho tan evidente de que el Estado me estaba pagando para que recuperara aquella pieza. Nada hacía efecto. Casi todos acababan manifestando que ellos no se lo pensarían dos veces. Tan tranquilos. Y que conste que no se trataba de chicos conflictivos, pre-delincuentes, inadaptados, ni nada de eso.

Y todo ello porque tres películas habían presentado a un “arqueólogo” llamado Indiana Jones. El hecho de que sólo le interesara obtener objetos de oro y similares, de que estuviera dispuesto a cometer los delitos que hiciera falta para conseguirlos, de que robara esos objetos a sus legítimos dueños (siempre países subdesarrollados, por supuesto), no parecía importar.



Y por eso, aunque Harrison Ford estuviera tan buenorro por aquel entonces (ahora está patético, con el pelo de punta y el pendiente. Por Dios, ¡qué mal está envejeciendo ese hombre!), cada vez que lo veía no podía dejar de decir “Maldito, maldito Indiana Jones”.

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