sábado, 31 de agosto de 2019

56. El escarabajo Sísifo, q.e.p.d.

Desde mi época del Museo estoy en la lista de personas a las que la Consejería de Cultura envía invitaciones para todos los eventos que organiza, de forma que constantemente me llegan invitaciones para presentaciones de libros, inauguraciones de exposiciones, ciclos de conferencias, etc. La mayoría de estos actos se celebran por la mañana en días laborables, lo que me causa bastante envidia, porque eso supone que las personas que asisten obligatoriamente a todos estos eventos tienen un trabajo que pueden abandonar sin problemas para pasearse por estos lugares.

Dejando de lado los actos que se celebran por la mañana (me imagino la cara que puede poner mi jefe de estudios si le anunciara que no voy a ir a clase para asistir a la inauguración de una exposición, por mucho entusiasmo con que requiera mi presencia la Consejera de Cultura), hay otro grupo de actividades que son inmediatamente descartadas por la ausencia de interés por mi parte. Al final, quedan muy poquitas cosas. A veces me veo comprometida a asistir por amistad con alguien, como me ocurrió con una conferencia hace varias semanas.

El caso es que me vi, sin mucho entusiasmo, en un bonito salón de actos, acompañada por una amiga a la que me costó bastante convencer, sentadas ambas junto al pasillo, lo más cerca posible de la puerta, por si acaso la charla se nos hacía tan pesada que decidíamos marcharnos a la mitad. Como era de prever, a los diez minutos la mente de ambas viajaba a miles de kilómetros de distancia, totalmente descolgada del tema que se exponía (más cercano al tema de la creación de empresas que a otra cosa). Debo decir, en nuestro descargo, que a mucha gente le pasaba lo mismo, y a nuestro alrededor unas cuantas personas jugaban con su teléfono móvil.

   De repente, Isabel me da un codazo y me señala hacia el suelo. Un escarabajo empujaba trabajosamente una gran bola de pelusas. A partir de ese momento las dos nos olvidamos totalmente de la conferencia y nos dedicamos a seguir las evoluciones del bicho. En seguida le pusimos nombre, porque nos recordaba al pobre Sísifo empujando la piedra por la ladera de la montaña. Y en seguida nos dimos cuenta también de que Sísifo parecía haber perdido el norte. Lo mismo avanzaba unos pasitos hacia la puerta, que inmediatamente giraba hacia la derecha y avanzaba otro poco más, para hacer un giro de 45 grados y seguir un ratito más antes de volver sobre sus pasos de nuevo. Estuvo por lo menos media hora sin parar, pero sin salir de un metro cuadrado.

No sé si la pelota de pelusas pesaba mucho: el tamaño era enorme, pero parecía poco densa. No sé si el pobre Sísifo no tenía fuerzas suficientes: me declaro completamente incapaz de distinguir un escarabajo mozuelo de otro de la tercera edad. El caso es que daban ganas de echarle una mano. Isabel y yo nos planteamos ayudarlo un poquito, cogiéndolo con el tríptico de cartulina que nos habían dado y trasladándolo con su bola. Pero ¿hacia dónde quería ir Sísifo en realidad? Su trayectoria errática nos despistaba totalmente. Hubiera sido una faena que, queriendo ayudar, lo depositáramos lejos de su destino.

Y, de repente, la tragedia. Una señora gorda que estaba sentada por delante se levanta y se dirige hacia la salida. Isabel y yo vimos como la trayectoria de la señora iba a entrar en colisión con Sísifo sin remedio. Sin hacer ruido, nuestro cerebro gritaba “¡No! ¡No! ¡Noooooo!”. Las dos nos agarramos de la mano y nuestros dedos crispados demostraban que no confiábamos en absoluto en la supervivencia de Sísifo después del encontronazo.


La señora pisó a Sísifo, produciendo ese ruido tan característico. Ella ni se dio cuenta. Isabel y yo no nos atrevíamos a mirar al suelo, y fijamos nuestra vista obstinadamente en el conferenciante, que de habernos tenido más cerca seguramente se hubiera emocionado ante la perspectiva de que su documentada conferencia nos produjera un efecto tan intenso como para explicar los lagrimones que asomaban a nuestros ojos.


Al final, miramos. Esperábamos encontrarnos con una masa amorfa y asombrosamente descubrimos que Sísifo todavía estaba vivo. Se movía trabajosamente, arrastrando las tripas por el suelo, sin interés ya en la bola de pelusas. Pero aquello no tenía buena pinta, por lo que decidimos aplicarle la eutanasia para que dejara de sufrir. Entonces comenzó un rato de discusión, a ver cuál de las dos le arreaba el pisotón de gracia. Como Isabel era la que estaba sentada en el lado del pasillo, yo argumentaba que ella era la indicada, pues yo debería levantarme y se notaría más, mientras que ella no tendría ni siquiera que levantarse. Isabel contraatacaba diciendo que igualmente raro se vería que de pronto una pierna sola se proyectara sobre el pasillo. En esto atenuaron las luces de la sala para proyectar unos gráficos. ¡Ahora o nunca!, nos dijimos. Cogimos rápidamente nuestras cosas y nos fuimos hacia la puerta, eutanasiando de paso a Sísifo sin que se notara mucho.


Hay que ver las cosas que te ves obligada a hacer sólo por estar en una lista de protocolo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario