viernes, 30 de agosto de 2019

34. Somos los primeros

Desde hace algún tiempo, periódicos y revistas insisten una y otra vez con artículos destinados a hacernos creer que España está a la cabeza de la arquitectura de vanguardia, y presentan a arquitectos como Tuñón, Mansilla, Arroyo, Moneo, Miralles, Lleó o Campo Baeza como nuevos mesías, gurús que están haciéndonos la vida más fácil y más bonita. Permítanme que lo dude. Lo único que esos señores están consiguiendo es hacerse más y más ricos. Y todo por el sencillo método de plasmar sus delirios en cristal, hormigón o cerámica, hasta conseguir edificios inhabitables que todos pagamos de nuestro bolsillo; pesadillas para los que tienen que trabajar en su interior, sin que nadie les haya consultado en cuanto a lo que necesitaban.

En estos artículos nunca aparece la opinión de aquellos que tienen que luchar cada día con los inevitables resultados de la total falta de conocimiento por parte del arquitecto sobre la actividad que se va a desarrollar dentro de estos monstruosos engendros. Porque siempre se trata de edificios administrativos, museos, aeropuertos, etc. Nunca son viviendas, y ello por dos razones. En primer lugar, porque nadie va a querer una casa en la que no se pueden meter muebles (por ejemplo) y en la que la distribución de las habitaciones parece pensada para volver locos a sus habitantes. Y en segundo lugar, porque es facilísimo derrochar dinero público, pero ¿quién estaría dispuesto a pagar de su bolsillo una vivienda con estas características?

Mi única experiencia con un arquitecto “de élite” ocurrió cuando Javier Feduchi construía las nuevas instalaciones del Museo de Cádiz. Feduchi era en ese momento el favorito del Ministerio de Cultura, donde habían desembarcado varias carretadas de políticos sin la más mínima idea de lo que se traían entre manos (eran los años del primer gobierno socialista). Durante los años que duró el proyecto y la construcción de las nuevas instalaciones, Feduchi no consultó jamás con los que íbamos a trabajar en el nuevo edificio. Es más, si se le hacía alguna sugerencia, montaba en cólera, dejaba patente su absoluta falta de educación y lanzaba al aire una imprecación sobre cómo nosotros, simples mortales, nos atrevíamos a corregir a un genio.

Nunca un conjunto de chapuzas y mamarrachos costó tanto dinero. Antes de inaugurarse el edificio ya parecía viejo, con suelos que se asemejaban al teclado de un piano, con todas las losas sueltas, goteras y manchas de humedad en las salas de exposición más emblemáticas, pintura levantada que se caía a trozos…

Por no hablar de la absoluta falta de sentido común con que estaban distribuidos los espacios y la falta de planificación sobre las conexiones entre ellos. Mencionaré algunos ejemplos: las salas de arqueología están en la planta baja, pero los almacenes de arqueología están en el sótano y los talleres de arqueología en el ático; las salas de pintura están en la primera planta, pero los almacenes de pintura están en la segunda y el taller de restauración correspondiente en la tercera. Todo esto no tendría mayor importancia si no fuera porque a veces era imposible trasladar piezas de una planta a otra, si tenían cierto tamaño. Yo misma tuve que organizar una expedición para trasladar un cuadro desde el almacén a la sala. Bajamos por la escalera en una operación que duró un buen rato (porque la escalera es de sección triangular y con tramos muy cortos), salimos por la puerta a la calle Antonio López, dimos la vuelta hacia la Plaza de Mina, entramos por la puerta principal y subimos por otra escalera. La alternativa hubiera sido desmontar el lienzo del marco y el bastidor, enrollarlo y volverlo a montar en su nuevo emplazamiento, aunque eso no hubiera eliminado la dificultad de trasladar marco y bastidor, y todo eso no merecía la pena.

Otro ejemplo: cuando los sarcófagos antropoides viajaron a Venecia para la gran exposición sobre los fenicios del Palazzo Grassi, hubo que coger un serrucho y cortar en dos el mostrador de la recepción para que las piezas pudieran salir del Museo. Como los sarcófagos tenían que volver, el mostrador se dejó en dos mitades hasta entonces.

Si entramos en el capítulo correspondiente a los materiales podemos mencionar, por ejemplo, que en las oficinas y despachos se puso un suelo de un material carísimo (traído de Alemania, creo recordar), que además de tener un color horrible (chocolate con leche), debía ser limpiado con un producto que olía a perros muertos, de forma que cuando entraban las limpiadoras todos huíamos y tardábamos bastante rato en regresar. Además, para rematar, cualquier mueble dejaba en el suelo unas marcas que permanecían para siempre. No se podía cambiar de lugar mesas o sillas sin dejar el suelo lleno de lunares blancos para toda la eternidad.

Los rótulos de las piezas estaban hechos en un material también extraño y realizados a cientos de kilómetros de distancia, de forma que tuvimos que dar los textos con anticipación, y cuando llegaron estaban plagados de equivocaciones y faltas de ortografía. Sólo había dos opciones, dejarlos como estaban (con el consiguiente peligro de que los visitantes pensaran que éramos unos analfabetos), o volverlos a encargar y dejar las piezas varios meses sin rotular.

La sala de escultura romana la techaron con lo que pretendía ser la versión moderna de las monteras de cristales con las que se cubren tradicionalmente los patios en Cádiz. Pero atención, sustituyendo el cristal por plástico. El resultado: aquella sala era como un infierno. En verano, bajo la cubierta de plástico había por lo menos siete grados más que en cualquier otra sala. Además, las placas de plástico no encajaban bien (quizás combadas por el calor) y cuando llovía aquello era como un canasto.

El capítulo “vitrinas” es uno de mis preferidos, porque cada vez que se quería meter o sacar una pieza (algo muy habitual: restauraciones, fotografías, exposiciones temporales, añadir piezas recientes…) eran necesarias al menos seis personas y una grúa. Además, la parte superior de las vitrinas, al encajar en la base, lo hacía con tanta violencia (por mucho cuidado que se tuviera), que lo habitual es que al cerrar la vitrina al menos media docena de piezas cayeran tumbadas (sobre todo piezas pequeñas de cerámica o vidrio), con lo cual había que repetir la operación, a veces en tres o cuatro ocasiones.

Y por último, los colores. Las puertas, por ejemplo, eran amarillo mostaza, rojo anaranjado y gris “barco de guerra”, mientras que, a escasos metros, los paneles donde se mostraba la epigrafía romana eran verde muy pálido, pero con los rótulos que mostraban la transcripción y la traducción de las inscripciones en blanco, de forma que apenas se distinguían del fondo verde y para poder leerlos había que pegar la nariz al panel.

Al poco tiempo de la inauguración de estas instalaciones fui a Madrid con mi amiga y compañera de trabajo M., para hacer un curso de Museografía. Uno de los días el tema era la arquitectura de Museos, y apareció un pez gordo del Ministerio que empezó a hablar del Museo de Cádiz como si fuera la quintaesencia de la perfección, ignorando que allí estábamos dos personas de ese museo. M. y yo nos miramos como diciendo “¿hablas tú o hablo yo?” Empecé yo y M. intervenía cuando me dejaba algo olvidado. Comentamos los ejemplos mencionados y muchísimos más; hablamos del derroche de dinero sin pelos en la lengua; nos desquitamos de meses y meses de locura, problemas e incomodidades. Al final nos aplaudieron, y el enviado del Ministerio no dijo ni palabra. Creo que el primer sorprendido de lo que estaba oyendo era él mismo, que no tenía ni idea de todo aquello, porque él no conocía el Museo personalmente. Estaba hablando de memoria.

He hablado con otras personas que tienen experiencias similares en sus lugares de trabajo. Les ha tocado la lotería de trabajar en un edificio diseñado por una de estas “estrellitas” de la arquitectura. El que más y el que menos tiene anécdotas alucinantes para contar. Así que cuando leo estos artículos, creo que tanta insistencia en el tema últimamente responde a la urgencia de hacer olvidar a la gente lo desastres que somos (los primeros en accidentes de trabajo, abandono escolar…) y presentar al público un espejismo de modernidad y vanguardia.

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