lunes, 9 de septiembre de 2019

179. La peluquera derrotada

Para entrar en una peluquería de señoras y no salir con la absoluta convicción de que te han hecho en el pelo justo lo contrario de lo que pediste hay que desarrollar unas tácticas de supervivencia y combate cuerpo a cuerpo que sólo se aprenden después de muchos sofocones. Las peluqueras, por lo general, hacen oídos sordos de tus indicaciones y con estudiada perversidad van convirtiendo tu cabeza en algo que nunca imaginaste que fuera posible.






El sábado decidí que esta vez no ocurriría lo de siempre y entré en la peluquería decidida a vencer a las fuerzas del mal, preparada psicológicamente para decir “no” las veces que fuera necesario, repitiendo como un mantra “eres fuerte, más fuerte que ella, puedes conseguirlo”. Esta vez la torturadora que me tocara en suerte no lograría torcer mi voluntad, vencer mi resistencia, apartarme de mi idea original.

Pero son malvadas y no se rinden fácilmente. Intentan engañarte y te ponen en primer lugar en manos de alguna chica encantadora que hace que bajes la guardia y te descuides. Me atendió primero una chica muy simpática que me lavó el pelo y me puso un tratamiento, muy caro pero que me deja el pelo de maravilla para bastantes semanas. Me lavó con un champú especial, me aplicó una mezcla de dos ampollas, luego una mascarilla, después 10 minutos al vapor (para que la mascarilla hiciera efecto) y terminó volviéndome a lavar el pelo y dándome un masaje en la cabeza que hizo que casi me durmiera. Estuvo muy amable todo el tiempo, no me dio la lata con conversaciones insustanciales e hizo su trabajo con rapidez y eficacia. Me dijo que antes de irme la buscara para que viera cómo me había quedado.

Y entonces llegó ella. Se llamaba Tamara, pero podría haberse llamado Tocanarices, Soyidiotaquetecagas, Voyahacerloquemesalgadelosovarios o Llevounpalodeescobametidoporelculo. Observó mi pelo, llegó a la conclusión de que yo no merecía que me atendiera una artista como ella y puso la mueca de desprecio correspondiente, que ya no abandonó hasta que salí por la puerta. No le di opción a hacer sugerencias, y le dije que me recortara las puntas pero que no se pasara de 1’5 cm., dicho con un tono que venía a significar “como me recortes 2 cm. te mando a un tipo que te rompa las piernas”.

No se resignó a callarse y me preguntó qué champú usaba, con una cara de asco como si pensara que llevaba toda la vida lavándome el pelo con mierda de gato. A mi respuesta de “con un champú normal con acondicionador”, una malévola sonrisa de triunfo asomó a su cara. “Pues no deberías, porque tienes descamación”. Le contesté que ya lo sabía, pero que eso no se arreglaba con un champú determinado. Que llevaba 40 años yendo al dermatólogo, que habían probado de todo (incluso me tuvieron unos meses lavándome el pelo con una pastilla de jabón de glicerina) y que un champú no era solución. Evidentemente el mensaje subliminal era “¿te crees que sabes más que dos generaciones de catedráticos de dermatología, guapa?”.

Entonces me sugirió que me secara el pelo usando el difusor del secador y aplastándomelo mientras tanto con los dedos. Mi respuesta fue igualmente contundente. “Uff, ni hablar. Me voy a gastar 120 euros en total y no para salir como si llevara un estropajo viejo en la cabeza”. Le debió sentar fatal, porque así es como lo llevaba ella, pero el tono inocente con el que lo dije daba a entender que no me había percatado de ese detalle. Me adelanté a otra sugerencia y le dije que quería que me cogiera rulos lo más gruesos que pudiera y me lo secara con el secador de casco. Sabía lo que venía a continuación, pero esperé a que tuviera el tubo de espuma en la mano para decirle que no quería espuma. Me encantó llevarle la contraria de nuevo.

Me cogió los rulos con la misma saña que un interrogador de la Gestapo torturando a un prisionero, clavándome siempre que podía las agujas que sujetan los rulos, pero en ningún momento se me borró la sonrisa de la cara. Sólo le quedaban dos opciones: o yo era inmune a sus torturas, o en realidad estaba perdiendo facultades y le fallaban sus malvadas maniobras. Después de seco le dije que me deshiciera los rizos con los dedos. Llegados a este punto, lo que suelen hacer es esperar a que tengas el pelo perfecto para, en vez de parar, seguir con la maniobra y empezar, a partir de ahí, a estropearlo. Pero cuando ya tenía el pelo a mi gusto le solté un “¡Ya!” dispuesta, si hiciera falta, a hacerle una llave de karate para inmovilizarla.

Cuando vi que echaba mano del bote de laca la paré en seco con un gesto y le dije que nada de laca, que no pensaba llevar el pelo como una especie de casco de cartón como las abuelas. “Pero te vas a despeinar pronto”. “Bueno, eso es lo que le suele pasar a todo el mundo, que te despeinas con el viento, pero te atusas un poco con el peine del bolso y asunto arreglado. Es preferible un aspecto natural un poco despeinado que el acartonamiento de la laca”. Pasó entonces la chica que me había lavado la cabeza y me dijo que me había quedado precioso, lo que debió resultar un traumazo para Tamara. Una peluquera de menos categoría que ella me alababa el resultado de hacer todo lo contrario de lo que Tamara había sugerido. Para colmo, la señora del sillón de al lado confirmó que estaba precioso y que quería que la peinaran exactamente igual.

Hoy ya es martes y mi peinado sigue igual de bonito. En lugar de levantarme el domingo con un amasijo ingobernable a causa de la espuma y la laca, el peinado sigue con un aspecto igual de natural, a pesar de la humedad y el hecho de que estoy a todas horas en la calle y en estos días todo el mundo me ha dicho que llevo el pelo precioso.

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