jueves, 5 de septiembre de 2019

136. Omnívoros inconscientes

Hace siglos, ser filósofo significaba observar y reflexionar sobre el mundo que nos rodeaba, intentando llegar al conocimiento de las cosas por sus causas o primeros principios. Según el suplemento que viene hoy con mi periódico, se puede ser filósofo viviendo de espaldas al mundo. Basta con sentirse superior moralmente a los demás y, por supuesto, rebasar con mucho el nivel económico de la mayoría, para poder entrar holgadamente en el reducido grupo de los que son enrollados y modernos porque pueden pagarlo. Por lo menos, eso se desprende de la entrevista a Peter Singer, definido en la revista como filósofo, que se dedica a echarnos la gran bronca por ser omnívoros inconscientes, en contraposición a omnívoros conscientes, que son aquellos que sólo comen productos procedentes de animales que hayan tenido una vida “humana y decente”. Es decir, animales de esas granjas “cinco estrellas” donde crían a los pollos de veinte en veinte y tienen seis hectáreas por cada cochino, para que tengan espacio suficiente para retozar. En realidad ni siquiera con eso dejaríamos satisfechos a Singer, que parece pensar que los omnívoros conscientes son sólo un mal menor, frente a los seres moralmente superiores que son los vegetarianos y los veganos.

El filósofo nos deja hechos un mar de dudas, porque después de todo ni se moja ni aclara nada. Dice que finalmente todo es cuestión de conciencia, y no acabamos de enterarnos de lo que ha desayunado esa mañana, ya que se guarda muy bien de definirse desde el punto de vista alimenticio. Eso sí, nos recuerda que almejas, vieiras y ostras es menos probable que sientan dolor al morir que cualquier otro crustáceo, marisco o pescado, y por lo tanto podemos comerlos sin razones éticas que desaconsejen su consumo, lo que me deja muy tranquila.

Encuentro varios puntos flacos en su exposición. No explica cómo un padre de familia puede quitarle el hambre a varios mozalbetes adolescentes a base de almejas y ostras. No da el truco para que en un país como España, con 9 millones de mileuristas y 4 millones de parados, se llene el carro de la compra cada mes con productos procedentes solamente de granjas tan especiales que nos garanticen que los animales han vivido felices y contentos hasta su último momento, retozando por prados floridos bajo un sol sin nubes. Ni tampoco piensa en lo que darían los 49 millones de estadounidenses que pasan hambre por tener asegurado un bocadillo de mortadela al día. Sí, la mortadela, la leche o los huevos son la nueva marca de Caín. Nos identifican como seres inmorales, sin escrúpulos.

Menudo disgusto se va a llevar mi madre. Creo que le voy a esconder la revista. Porque a los 76 años enterarte de que eres mala, mala, tiene que ser muy duro. Ella es una de esas personas que siempre han creído que era su deber moral vivir más sencillamente de lo que sus medios le permitían. Para ello, entre otras cosas, tiene la manía de pasarse las mañanas del Día al Mercadona, del Lidl al Carrefour. En un sitio compra la leche (porque está varios céntimos más barata que en los demás), en otro pilla una oferta, en aquél se agencia el aceite o la cerveza (su único vicio). Así no llega a gastarse completa su pensión de viudedad, ni a tocar los ahorros que dejó mi padre. Ella es de las que piensan que ahorrar e invertir esos ahorros, aunque te den una mierda por tu inversión, es algo bueno para el país. Ya que hay gente que no puede hacerlo, es necesario que otros lo hagan porque cierto nivel de ahorro es necesario para que la economía no se vaya al garete. Claro que ella no tiene un filósofo de cabecera, ni un ministro que le explique en tres tardes como funciona la economía. Y ahora resulta que debe dejarse de pamemas y comprar en el Club del Gourmet del Corte Inglés, donde seguro que los patés proceden de patos felices, el jamón de cerdos satisfechos con su vida y su destino, y el pescado de venturosos y alegres bancos de peces. Y lo que peor le va a sentar es que ha hecho de mí, a base de los bocadillos de chorizo de las meriendas de mi infancia y de las tortillas de patata de la cena, un ser inmoral y cruel. Porque no se aseguró en su momento de que las gallinas que ponían esos huevos llevaran una “vida decente”, como pide literalmente Peter Singer.

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