martes, 10 de septiembre de 2019

207. Prohibido nacer a horas intempestivas

Desde el día 1 de noviembre el paritorio del Hospital Clínico se cierra a las ocho de la tarde. Para evitar los partos después de esa hora, desde varias horas antes de las ocho ya no se hacen ingresos de mujeres que vayan a dar a luz, y a las descaradas parturientas que tengan el atrevimiento de ponerse de parto después del almuerzo se las desvía a otras poblaciones, ante el alborozo de las familias afectadas, que a la alegría de tener un nuevo miembro en la familia unen la posibilidad de pasar los días siguientes haciendo un poco de turismo intraprovincial.

Resulta también encomiable ese empeño de inculcar un poquito de disciplina espartana, incluso ya desde antes de nacer, en esos niños que se empeñan en venir al mundo a horas inconvenientes. Poco a poco lo vamos consiguiendo. Empezamos por lo más fácil, que era conseguir que los horarios cotidianos de los niños se adaptaran a los de los padres, ignorando sus biorritmos y sus tonterías. Ya tenemos escuelas que funcionan con horarios comparables a los de una plantación de algodón del sur de EEUU en los mejores tiempos de la esclavitud. Yo me hubiera dado por satisfecha con eso, pero reconozco que esto de controlar también la hora del nacimiento ha sido todo un punto.

Es una lástima que algunos listillos, como esa gentuza de los sindicatos, se hayan dado cuenta de que en centros públicos se está vulnerando la ley con jornadas escolares superiores a las establecidas. Algunos inspectores se están teniendo que volver atrás en su encomiable intento de “conciliar la vida familiar y laboral”, y todo porque algunos blandengues se quejan de que unos niños de doce años permanezcan seis horas y media seguidas en el Instituto por la mañana. Desde luego, así no llegamos a ninguna parte. Luego nos quejaremos de que los coreanos nos llevan una delantera tremenda en todo.

Yo reconozco, con bastante vergüenza por mi parte, que fui una criatura impertinente e insolidaria que tuvo la desfachatez de nacer a las seis y veinte de la mañana de un día de agosto, de forma que probablemente le fastidié una noche de verano a un médico y a varias enfermeras que, está claro, tenían cosas más importantes que hacer que una guardia nocturna. Menos mal que casi cinco décadas de educación cívica me han convertido en una buena ciudadana que no duda en autoinculparse y pedir perdón a aquellas personas afectadas y a todos sus descendientes (esto es importante porque probablemente si los nietos de aquéllos no son niños absolutamente felices se debe a traumas familiares que tengan su origen en aquella noche aciaga).

Desde mi paso por el centro de reeducación soy otra persona. Comprendo que antojos semejantes le complicaban mucho la vida a esos seres altruistas y desinteresados que estaban a merced de mis caprichos. Para demostrar que estaba totalmente reformada y para que me dejaran salir y reintegrarme a la vida normal, ya pedí hora para morirme, y me han dado una hora tan civilizada como las 11 de la mañana, de forma que nadie tendrá que madrugar ni trasnochar por mi culpa.

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