Cuando era pequeña me entretenía de muchas formas sin necesidad de tener juguetes muy sofisticados. Una vez que superé los cinco o seis años ya no soporté las muñecas. Antes de esa edad tuve una (la llamé Arancha), en forma de bebé pelón. Pero después de Arancha ya nunca más pedí otra muñeca. Pronto se convencieron en mi casa de que si me compraban alguna la abandonaba rápidamente en un rincón casi sin ni siquiera sacarla de la caja. De esta forma, creo que desde los siete años ya no volvió a entrar otra muñeca en casa.
Pero es que las muñecas no eran ni remotamente necesarias para pasarlo bien. Desde esos juegos para los que no hacía falta contar con nada (pollito inglés, el pañuelito, las prendas, el teléfono…) hasta muchos otros para los que bastaba casi cualquier cosa que encontraras en casa (pelota quemada, la china, el elástico…). Podía pasarme ratos enormes haciendo pompas de jabón en la terraza del lavadero, que daba a un enorme patio donde estaban los garajes de la casa, con sólo un vaso y el cilindro de plástico (e incluso de cartón) de una bobina de hilo gastada de mi madre. Y luego estaban los juegos de mesa (esos Juegos Reunidos Geyper, por Dios, que nos duraron años y años). Y los libros, por supuesto.
También teníamos nuestros días o épocas de pasar el rato con lo que entonces parecían gamberradas, como hacer alguna llamada de teléfono al azar con una de esas bromas idiotas con las que nos partíamos de risa, capturar un buen montón de grillos y echarlos en el patio de alguien a quien le tuviéramos manía, para que le dieran la noche, o llamar a un timbre metiendo un palillo de dientes y rompiéndolo de forma que el timbre se quedaba sonando hasta que alguien bajaba a reparar el desaguisado.
En resumen, sin ni siquiera recurrir a la televisión, las tardes, los fines de semana y las vacaciones se nos hacían cortas para todo lo que teníamos pensado hacer. Y lo importante es que hicimos en su momento justo lo que correspondía en cada etapa de nuestra infancia.
Luego vinieron generaciones de niños que, a la edad en que los de mi época estábamos leyendo Robinson Crusoe (1), las novelas de Stevenson, de Julio Verne o de Mark Twain, seguían leyendo la historias de “Regina, la araña que quería ser gallina” o de “Casimiro, el jilguero friolero”. Creo que gente como Gloria Fuertes y demás, con toda la buena intención del mundo, contribuyeron mucho a mantener a los niños en un estado de cuasi-imbecilidad hasta que llegaban a la mayoría de edad, ya sin la posibilidad de recuperar esos años perdidos.
Después vinieron los niños que sólo se divierten si están conectados a una máquina, sea televisor, ordenador, Play Station o móvil. Eso, por supuesto, tarde o temprano pasa factura. De pronto te encuentras con treinta o cuarenta años y echas de menos lo que tenías que haber hecho a los seis, a los once o a los catorce años.
De unos pocos años a esta parte se ha puesto de moda que grupos de adultos, convocados por teléfono móvil o internet, se reunan para hacer de una forma casi improvisada esas cosas que deberían haber experimentado en su más tierna infancia. Una batalla de almohadas en mitad de una plaza, entrar varios cientos de personas en la misma librería para preguntar por libros que no existen, hacer pompas de jabón en la calle, montar numeritos idiotas en unos grandes almacenes, etc… La próxima convocatoria es reunirse en los alrededores de Atocha y quedarse inmóviles durante cinco minutos, como cuando nosotros jugábamos a pollito inglés.
Reconocen que nunca se habían divertido tanto. Y yo me lo creo, pero no me dan ninguna lástima, pues tuvieron la oportunidad de ser unos niños normales y haberse divertido entonces eso y mucho más. Lo que ocurre es que no les dio la gana.
Lo realmente patético es que luego lo cuentan como si en vez de ser el resultado de una pequeña tara de su personalidad, su acción fuera algo vital para la humanidad. Te comentan que no tiene ningún significado político, pero con la boquita pequeña, queriéndonos dar en realidad a entender que es un mazazo en la cara del “sistema”, que aunque no lo percibamos están luchando contra la deshumanización del mundo actual y esas cosas. Todo muy trascendente.
Así que ya sabéis. Si cualquier día os encontráis a un grupo de adultos en la calle haciendo el ganso de una de estas formas, se trata solamente de un grupo de desgraciadillos que, por ser unos niños bastante anormales, ahora se ven en la circunstancia de ser unos adultos también bastante anormales.
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