Una llegó a conocer esos programas de radio de canciones dedicadas que fueron tan populares en décadas pasadas: “Para Menganita, de su novio que está en la mili, con cariño, la canción X”; “Para Fulanito, en el día de su cumpleaños, de su madre que le adora, la canción Y”, etc. Ahora que ya no existe la mili, y la gente joven no oye la radio (tiene las orejas permanentemente ocupadas con los auriculares del MP4), esos programas supongo que habrán pasado a la historia.
Una sabe también, aunque no por experiencia propia, que muchísima gente se deja una pasta con ciertos personajes para que les hagan un “trabajito” de magia, para que les “limpien” la casa de energías negativas o vaya usted a saber para qué. Y que en la noche de San Juan y en la del 31 de diciembre realizan en su casa ciertos rituales con velas, hierbas y otros elementos, siguiendo los científicos consejos de individuos e individuas que proliferan en canalillos locales de televisión.
Ya no se pone una vela a San Antonio para que te salga un novio o para encontrar un objeto extraviado, ni se reza a Santa Rita para conseguir algo muy, muy difícil. Estos programillas de televisión y hasta libros que se pueden encontrar en librerías te acercan a casa el prodigio con el mismo gancho con el que Ikea te vende un mueble: “hágalo usted mismo”. Pero la energía no se destruye, sino que se transforma, y soy testigo de cómo se ha inventado el no va más, un lazo que une las brujerías y los rancios programas de radio del pasado con la modernez que la televisión y los servicios que ofrecen lo números esos de teléfono que cuestan un Congo.
Hace varios días, durante un trayecto en taxi, me quedé estupefacta al oir el programa de radio que tenía sintonizado el taxista. Consistía básicamente en que la gente llamaba, y pedía una canción. Hasta ahí, todo perfectamente normal. Pero lo curioso es que pedían la canción para que el hijo aprobara las oposiciones, para que al cuñado le saliera un trabajo, o para que la hermana se curase de una enfermedad grave.
“Volvemos a la época de las cavernas”, me dije. O como mínimo a la Edad Media, cuando mucha gente creía en el poder de ciertas músicas para curar algunas enfermedades graves.
El remate lo ponía el peticionario cuando, después de pedir la canción y explicar el motivo de la petición, le pedía a los locutores (había dos, aparentemente muy jóvenes, dicharacheros, divertidos y chistosos) que sonara la vaquita (un cencerro) o los cascabeles. Ellos, tan complacientes con su público, introducían el efecto sonoro antes de poner la canción.
El trayecto en taxi no fue lo suficientemente largo como para poder comprobar con exactitud si la elección por el cencerro o los cascabeles era mero capricho, o había una relación entre ellos y el efecto que se pedía. Me hubiera gustado poder comprobar, para escribir este post más documentadamente, si las cuestiones de salud, de trabajo o de estudio estaban al 100% vinculadas con alguno de los sonidos. Las canciones pedidas eran de lo más variopinto, y ahí estaba claro que la elección del título, e incluso del estilo musical, no influía en lo que se quería obtener. Por lo visto el toque mágico lo añadían el cencerro y los cascabeles.
Por favor, si alguien descubre qué es lo que puede hacer que te toque un premio gordo a la Primitiva, que me lo cuente, porque no es posible ignorar los adelantos de la ciencia y estoy dispuesta a colgarme un cencerrito al cuello y a ponerme unas pulseras de cascabeles en los tobillos hasta que ocurra el prodigio.
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