Desde que empecé a leer blogs pensé que cuando cumpliera 50 años sería bonito hacer un post de esos “resumen de una vida”: “Hace un año, estaba en no sé dónde con no sé quién; hace dos años, tomé la decisión de… […] hace treinta y dos años, me llegó una carta que cambió mi vida…”.
Y aquí estaba yo, esperando pacientemente que llegara el momento. Y ha resultado que no recuerdo ni uno solo de mis días de cumpleaños. ¡Ni uno solo! Sé que muchas veces he invitado a cenar a amigos para celebrarlo, pero tal vez no ha sido el mismo día, sino el anterior o el posterior, por aquello de que la fecha no cayera en buen día para todos. Mi archivo del blog me recuerda que hace dos años me fui al Corte Inglés y me regalé un portátil, pero poco más.
Es curioso. Recuerdo perfectamente lo que llevaba puesto una mañana de octubre de 1976, el primer día que fui a la Universidad. Podría describir con detalle la ropa que le presté una tarde de sábado de primavera a una compañera del colegio mayor, allá por 1980, porque ella estaba segura de que aquella noche el chico que le gustaba se le iba a declarar y quería ir especialmente mona (el chico lo hizo, y se casaron). Puedo repetir lustros y lustros después de que ocurrieran, palabra por palabra, conversaciones intrascendentes, peleas, reclamaciones. Tengo grabadas en mi cabeza y en mis ojos imágenes de ciudades de cuatro continentes que he visitado. Puedo dar detalles de un almuerzo en la Hostería de Pedraza, en un frío día del mes de diciembre de 1984, y de las risas que hicieron esa comida inolvidable. Podría volver a repetir exactamente, con los ojos cerrados, murales que hice en el colegio cuando estaba en Primaria. Y, por supuesto, puedo revivir bailes apretaditos, besos, caricias y otros arrumacos con los ligues y novios que he tenido.
Pero mis días de cumpleaños se los tragó un agujero negro en mi memoria. Y no es porque me moleste cumplir años. Nunca ha sido así. La prueba es que no oculto jamás los que cumplo, ni siquiera a gente a la que ese detalle le puede traer al fresco.
Posiblemente esto ocurre porque los cumpleaños nunca se celebraron en mi casa. No se les daba importancia, y mis padres no estaban por la labor de fomentar en nosotros aquello que se consideraba innecesario, sentimentaloide y que encima podía suponer una lata para ellos. Nunca tuve una fiestecilla con mis amigas, ni tarta con velitas, por ejemplo.
Así que lo único que os puedo presentar son cuarenta y nueve agujeros negros y el día de hoy, que aún está como una página en blanco.
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