miércoles, 4 de septiembre de 2019

130. Monstruos de quince años

Puede resultar difícil de creer, pero lo que me resulta más deprimente de ser profesora de instituto no es ver como un porcentaje enorme de alumnos se cierran voluntariamente casi todas las puertas de su futuro negándose a hacer el más pequeño esfuerzo por obtener el título de ESO (recuérdese que es el mínimo título que se despacha en España). Los que abandonan el instituto para siempre sin ninguna titulación, con todas las papeletas para convertirse en marginados en esta “sociedad del conocimiento” de que hacen gala los políticos, lo hacen sin ningún pesar, incluso contentos y aliviados de haberse librado de tan “tremenda carga”.

Tampoco lo peor es ver como entre ellos se perdieron el respeto totalmente años atrás y, por tanto, al resto del mundo. Que muchos chicos se dirigen a sus compañeras con palabras como “puta”, “zorra” o “guarra”, efecto, según ellos, de que les une una amistad y una confianza tan grandes que hay que tomarlo como algo cariñoso. Que las aludidas no mueven ni una pestaña al oir semejantes lindezas, y les contestan con expresiones como “picha corta”, en demostración de recíproca amistad.

Por último, no es lo peor ver como se obstinan en cerrar los ojos ante la indefensión en que los deja la ignorancia.

Lo peor, con diferencia, es escucharlos, ver sus reacciones y leer lo que escriben cuando en 4º de ESO (15-16 años) les das clase de Ética. Comprobar que, año tras año, al ver películas como “La lista de Schindler”, por ejemplo, las escenas de la masacre del ghetto de Cracovia o esas secuencias en las que una persona es asesinada de pronto de un tiro en la cabeza, sin necesidad de que haya habido siquiera un acontecimiento detonante para esa muerte, provocan un aluvión de carcajadas (sí, sí, estáis leyendo correctamente, carcajadas), acompañado de expresiones como ¡Toma!, ¡Bestial! (tómese este último calificativo como expresión de admiración y no de rechazo) y otras similares. Oir año tras año las mismas frases de indiferencia ante el sufrimiento humano; de defensa a ultranza de la pena de muerte, vista más como una venganza a la que “tenemos derecho”; de indisimulado racismo, xenofobia, falta de humanidad, ridiculización de cualquier conducta honrada; consideración de cualquier oficio o profesión únicamente como un medio para enriquecerse, por encima de cualquier otra cosa, y negación de cualquier sentimiento de fraternidad, compasión o solidaridad.

No hablo de un modo figurado. La semana pasada se han repetido punto por punto algunas de esas escenas que he descrito, bastantes alumnos han manifestado tranquilamente que les da igual, que no es cosa suya que pueblos enteros sean exterminados, que mil millones de personas pasen hambre en el mundo, que veintiseis mil niños mueran diariamente de enfermedades fácilmente evitables, que millones de personas trabajen como esclavos para que ellos puedan tener un móvil en el bolsillo, que existan ahora mismo guerras con la única finalidad de proporcionarles ciertos productos de forma abundante y barata o que haya millones de desplazados y refugiados por diferentes conflictos.

Que nadie me diga que exagero, por favor. Llevo casi dos décadas dando clase y he sido perfectamente consciente de la cuesta bajo por la que caen, dia a día, mis alumnos. He oído barbaridades de todos los calibres, y en cantidad suficiente como para llenar un libro. Como, por ejemplo, que es preferible que muera un inocente a que se salve un culpable. O atribuirle a la policía la misión de matar, así, directamente. La Justicia es para ellos una mariconada propia de cobardes.

He visto como se lo pasaban en grande con los vídeos de una página de internet especializada en mostrar palizas, accidentes mortales, desmembramientos y otras repugnantes escenas.

Hay diferencias, por supuesto. Creo no exagerar si digo que la totalidad de los que exhiben esta conducta son chicos. Las niñas se quedan más bien impresionadas, pero tampoco son capaces de enfrentarse a sus compañeros y afearles su conducta. Algunos chicos, pocos, se quedan callados y tampoco se atreven a enfrentarse al resto.

Ni siquiera cabe tratar de hacerles razonar. Son amorales, egoístas, insensibles, despiadados. No se molestan ni en disimular. Tenemos una generación de monstruos de 15 años para los que la violencia más degradante es cómica y divertida, incapaces de distinguir entre la violencia de mentira que se exhibe en cine y televisión para su entretenimiento y la violencia auténtica y real.

Por eso no me puedo extrañar cuando leo las noticias sobre las cada vez más frecuentes violaciones realizadas por menores, la agresión a dos niñas de 12 años en el autobús escolar que ocurrió días atrás, o el hecho de que en un pueblo de Cáceres, un grupo de mozalbetes de 17 años, para divertirse la noche pasada, haya apaleado y torturado a una burra hasta matarla. Llevo demasiados años viendo como niños normales y corrientes, aunque egoístas e indisciplinados, terminan convirtiéndose en tres o cuatro años, ante la indiferencia de sus padres, en aborrecibles miniaturas de sádicos.

Por eso no me sorprende que hayan adoptado con verdadero entusiasmo esa estupidez de Halloween. Más que disfrazarse, se podría decir que se quitan el disfraz de seres humanos que llevan puesto el resto del tiempo. Posiblemente sea el único momento del año en que su exterior y su interior coinciden plenamente.

Actualización: Acabo de enterarme por otro blog de que van a juzgar a una joven porque ha estado llamando repetidamente a los padres de Marta del Castillo, riéndose de ellos, diciéndoles que jamás volverían a ver a su hija viva y cosas así. Ha insistido tanto que al final han acabado localizándola. Puesto que no sacaba de ello ningún beneficio, ni material ni de otro tipo, interrogada, ha confesado que lo hacía porque estaba aburrida y con esto se divertía. Un monstruo más que añadir a la lista.

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