jueves, 5 de septiembre de 2019

134. Una hora de tortura

Después de varios días de intenso trabajo, he conseguido adelantarlo todo (exámenes, cálculo de notas medias, etc.) para pasarme el puente sin dar un palo al agua, porque tenía previsto escaparme a Madrid desde el viernes 4 al martes 8 por la tarde, para pasar unos días con mis amigos. Tenía los billetes de avión desde septiembre, porque calculé que en este puente se iba a mover mucha gente, y no podía arriesgarme a quedarme en tierra en el último momento. Pero mi previsión y mis esfuerzos han dado resultado, y ahora os escribo desde una confortable habitación de hotel, con una cama grandísima (lo que voy a disfrutar estas noches dando más vueltas que una croqueta sin temor a chocarme con la pared).

El vuelo Jerez-Madrid afortunadamente dura una horita justa, porque no sé si hubiera podido resistir más. Debe haber sido como una penitencia por algo muy malo que hice en esta o en otra vida. Os cuento:

Sin saber por qué extraña razón, mi asiento estaba totalmente rodeado (por delante, por los lados y por detrás) por un grupo de catorce personas (todos ellos familia, al parecer), compuesto por:

– Bebé de cuatro meses con un llanto comparable al estornudo hipo-huracanado de Pepe-Pótamo.

 Varias treinteañeras (hermanas, primas y alguna amiga) que no han parado de masticar chicle y hacer constantemente globos que hacían estallar cada dos segundos con un estruendo que al principio hizo creer a algunos viajeros que estábamos siendo atacados en el aire por una flota de cazas de combate. Tenían un buen cargamento de chicles sabor menta fuerte y sabor sandía, de forma que a los escopetazos se unían los efluvios de los olores correspondientes. Menos mal que mi ausencia casi total de olfato mitigó esta circunstancia.

– Varios niños más, de edades que oscilaban entre los cuatro meses del bebé y cinco años, más o menos. Los típicos niños que no dejan de dar patadas al respaldo del asiento en el que vas sentada, y que además se agarran como lapas a la parte superior de dicho respaldo, dándote de paso tirones de pelo de variada intensidad (proporcional a las edades de los niños).

– Otra niña en la fila de delante a la mía (llamada Lola, por más señas), que parece ser que su gracia consiste en cantar. O por lo menos así le parece a sus padres, que la jaleaban constantemente para que desgranara todo su repertorio (desde Chenoa hasta la clásica copla, pasando por Shakira).

A los niños las azafatas les dieron las típicas hojitas de pasatiempos que tienen para ellos en los aviones. Pero, ¡qué va!, los niños se lo pasaban mejor con las patadas y los tirones de pelo. Y así llegamos a los adultos varones del grupo, que cogieron las hojitas de pasatiempos de los niños e intentaron hacerlos ellos. Y digo intentaron porque, ni ayudándose unos a otros lo consiguieron. No me refiero a ecuaciones de segundo grado ni a problemas de integrales, sino a cosas como una sopa de letras, un laberinto y el clásico “encuentra las siete diferencias”.  Eso puede dar idea de lo espabilados que resultaban los susodichos.

En fin, con estas pocas pinceladas creo que ya os podéis imaginar cómo ha resultado el vuelo. Menos mal que ha durado una hora justa. Y si todo esto no ha sido en justo castigo a mis pasadas perversidades, creo que me he ganado el derecho a hacer muuuuchas cosas malas en los próximos cuatro días. Lo he pagado con anticipación.

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