La gente que me conoce sabe que soy amable. Soy, incluso, de esas que cuando ven a alguien con pinta de ser de fuera forcejeando con un plano de la ciudad, me acerco y les pregunto “¿Les puedo ayudar en algo?”. Y si tienen pinta de guiris incluso hago el esfuerzo (algo patético) de preguntarlo en inglés.
Ahora bien, cuando alguien no se merece mi amabilidad, soy implacable, lanzada directamente a la yugular. Me da igual que se trate de ancianas u obesos. Creo que no hay excusas para ser mal educado y sí mucho aprovechado que trata de aprovecharse de su situación.
Ayer esperaba sentada en una parada de autobús. Los cinco asientos estaban vacíos, así que pude escoger Me senté en el extremo izquierdo, donde daba la sombrita y soplaba un airecillo fresquísimo. Al otro extremo estaba una pareja, a la que no parecía importarle el sol. Y en medio, sitio para al menos dos personas.
Entonces se acerca una señora cincuentona y me dice muy sonriente: “¿Le importa echarse usted para allá para que me siente?” Yo la miro y le respondo: “Pues sí, vamos, que quiero decir que sí me importa y que no me muevo de mi asiento”.
La señora se queda con una expresión como si le hubiera escupido en la cara. Y sigo: “Es que me he puesto en este lugar precisamente por la sombra y el fresquito, aprovechando que cuando llegué el banco estaba vacío. Y por si no se ha dado usted cuenta, me está diciendo que me quite de donde estoy para sentarse usted. Así que, como tiene sitio de sobra a mi derecha, no veo la necesidad de hacerlo. Usted lo entiende, ¿verdad?”
La señora se va a sentar junto a la parejita, lo más lejos posible de mí, y encima rezongando. La pareja se reía por lo bajini. Y Carmina, una vez más, fue obligada a contestar como una borde.

No hay comentarios:
Publicar un comentario