lunes, 2 de septiembre de 2019

87. Cada mes tiene lo suyo

Hay muchos meses con mala fama. Empezando por Enero, como si el pobre mes tuviera la culpa de que tanta gente se haya metido en gastos totalmente estúpidos y superfluos sabiendo, como saben, lo que va a pasar después, y a pesar de ello se tiren como lobos a las rebajas de artículos totalmente innecesarios para tirar lo que queda de invierno.

Luego Mayo, con las alergias y las primeras comuniones, cuando nadie obliga a nadie a celebrarlas más que una boda.

Junio, con la lógica recogida de calabazas de quien antes no quiso dar un palo al agua durante nueve meses; y el hecho de que nos entre un ataque al vernos en nuestro color natural cuando nos asomamos al espejo de un probador de una tienda.

Septiembre, con el síndrome postvacacional y los supuestos cientos y cientos de euros de gastos por niño para volver al colegio. Y todo porque la niña se empeña en llevar todos los cuadernos a juego según diseño de Ágata Ruiz de la Prada y un modelito diferente para cada día. Y el niño tiene que estrenar el último modelo de teléfono móvil, que maldita la falta que le hace (además de tener prohibido llevarlo al colegio), para epatar a los amigos. Eso sí, a pesar de que oyendo a la gente te parece que van a pasar las familias tres meses sin comer por culpa del colegio, casi todo el mundo gasta algo empezando una de esas absurdas colecciones de fascículos que aparecen por estas fechas. Este año, de momento, la consabida maqueta de barco, una colección de rosarios y otra de abanicos con temas de obras pictóricas famosas. Y eso que el mes de los fascículos todavía no ha empezado.



O Diciembre, cuando parece que nos obligan con una pistola en la sien a efectuar unos gastos totalmente innecesarios para celebrar unas fiestas que, en el fondo, nos importan un rábano.

Pero en mi ranking particular, Agosto se lleva la palma. Y no porque sea el mes de las caravanas en carretera, de los múltiples chascos en esas vacaciones que llevamos esperando todo el año o de la masificación y la falta de servicios en todos lados, sino por ser el mes de las fiestas populares más estúpidas, indignantes y demostrativas de que en muchos pueblos de España, todos sus habitantes juntos no llegan al coeficiente intelectual de un atún.

Existen fundamentalmente dos tipos: una es correr delante de un toro, preferiblemente borracho (el corredor), con grandes posibilidades de sufrir cornadas, caídas fatales que ocasionen paraplejias y otras minusvalías y hasta la muerte, dándose el caso que no sólo no se impide sino que hasta se anima a participar a los niños.

La otra consiste en tirar (literalmente) miles de kilos de comida. Oigo hablar cada año (porque me niego a ver las imágenes una y otra vez) de la célebre tomatina de Buñol, pero en estos últimos días he podido comprobar que la estupidez está mucho más extendida de lo que parece, y he podido comprobar que en otros pueblos la gente también se tira miles de kilos de tomates o de uvas (racimos enteros) antes de acabar revolcados en el suelo en una masa repugnante, aparte de la falta de sensibilidad que supone tirar comida en este mundo donde la gente muere de hambre y donde millones trabajan de sol a sol para que cultivar esa comida por un precio mísero. En otro lugar de España, de
cuyo nombre no quiero acordarme, se restriegan unos a otros miles de merengues, entre gran algazara y diversión.

Y para esto esperan todo un año al maldito agosto. ¡Qué país!

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